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Europa delega el control migratorio en un país en ruinas

A primera vista, nadie diría que esta es la ciudad más cara de Libia. En la avenida de los Mártires de Zuwara, las tiendas de ropa, las cafeterías, los supermercados… prácticamente cada comerciante se ve obligado a levantar un entramado de pasarelas para sortear charcos enormes y montículos de basura y arena acumulados. No hacerlo significa perder una clientela; basta con andar unos metros más para encontrar lo que uno busca sin caer en una zanja.

Situada a un centenar de kilómetros al oeste de Trípoli, esta ciudad de 60.000 habitantes es el único enclave bereber en la costa libia. También es la esquina inferior izquierda –la derecha es Misrata– de eso que se dio en llamar “El triángulo de Lampedusa”; el foco de las salidas hacia Europa en el Mediterráneo Central. Uno de los puntos que la Unión Europea trata de taponar. Mientras, su población local se siente abandonada en la tarea de atender a los miles de migrantes que acaban bloqueados en Libia, expuestos a los abusos de las autoridades y de quienes solo ven un negocio en ellos.

Motivos más geográficos que ideológicos vinculan a Zuwara con el Gobierno de Trípoli que, a día de hoy, se disputa el control del país con el de Tobruk, en el este del país, junto a la frontera de Egipto. La situación se complicaba aún más a principios del mes de abril, cuando el general Haftar, líder militar de las fuerzas de este último, lanzaba su ofensiva sobre la capital libia. Desde 2017, año en el que Bruselas cerró el acuerdo con Libia, más de 38.000 personas han sido localizadas en aguas del Mediterráneo por las patrulleras libias y trasladadas de nuevo al país vecino.

La guerra, al menos la última, no ha llegado aún a Zuwara, pero cualquiera diría que la de 2011 acabó justo ayer en esta ciudad en constante lucha con la playa: además de la arena, de allí llega también el dinero que inunda los bolsillos de algunos. Y también los muertos. Durante muchos años, sus habitantes miraron hacia otro lado mientras los traficantes de personas se hacían obscenamente ricos. Los cláxones de los Hummer y los Porsche repiqueteaban impertinentes entre el correoso tráfico, recordando a los locales quiénes eran los nuevos amos en Libia.

El dinero que inundaba las calles no servía para arreglarlas, pero sí que hacía que el mismo café o la misma cazadora Made in China en las tiendas de su malograda avenida principal valieran más que en cualquier otra ciudad libia, incluida su capital. Lo primero que un libio ha de aceptar cuando su vecino trafica con personas, o gasolina, es que la cesta de la compra será aún más inasumible de lo que el colapso económico libio ha dictado para todo el país. Se intentó acabar con aquello.

En julio de 2014, la ciudad se despertó con 200 cuerpos sin vida en su inmensa playa. Eran casi la mitad de los ocupantes de un viejo barco de madera que había volcado a pocas millas de la costa. Los zuaríes hicieron acopio de palas y cavaron una fosa común. Luego marcharon desde el centro de la ciudad hasta el puerto. “Zuwara no puede ser refugio de sanguijuelas”, coreaba la masa, indignada con los traficantes. No era la primera vez que la ciudad se levantaba contra los contrabandistas, pero las dimensiones de la penúltima tragedia exigían que fuera la última.

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Mohamed Ben Khalifa/AP

“Había que hacer algo. No hay un Gobierno funcional en el país por lo que nos dimos cuenta de que teníamos que organizarnos para garantizar la seguridad de los nuestros”, recordaba en 2015 Sadiq Jiash, el presidente del Comité de Emergencia de Zuwara. Se trata de una organización creada en 2014 y compuesta por 35 individuos como él. Hay médicos, bomberos, policías, miembros de la Media Luna Roja… todos aquellos a los que se supone capaces de gestionar situaciones de crisis. Entre todos pusieron en marcha una brigada contra el tráfico de personas, Los Enmascarados. Al poco de entrar en acción, el negocio más lucrativo de la localidad costera se redujo a niveles puramente testimoniales mientras los traficantes cumplían condena en una prisión improvisada. En Zuwara no hay una cárcel como tal y, según Jiash, los contrabandistas apenas pasaban unos días en la de la vecina Sabrata antes de sobornar a las autoridades locales.

Los zuaríes estaban encantados con Los Enmascarados, chavales de un pueblo en el que todos se conocen, y ni siquiera sus vehículos negros ni sus uniformes y pasamontañas del mismo color provocaban que los migrantes salieran corriendo cuando se los cruzaban. Tras el éxito del operativo, el comandante lanzó un mensaje alto y claro a todo el que quisiera escuchar: “Podemos acabar con la migración ilegal si se nos ayuda”. Pero nadie escuchó, y aquella legión de voluntarios tenía cosas mejores que hacer, como sobrevivir en un país en ruinas.

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Karlos Zurutuza

Un negocio como otro cualquiera

Aquella experiencia truncada provocó un efecto rebote no solo en el tráfico de personas, sino también en la visión que muchos tenían del mismo. ¿Por qué esforzarse estudiando una carrera o abriendo un negocio en un país que no ofrece futuro? Incluso en el improbable caso de que uno consiga un empleo en alguna institución gubernamental, los sueldos se quedan en cifras en el ordenador, pero no llegarán al bolsillo. Que Libia es un país de cash lo confirman las colas, algunas de varios días, ante los bancos a final de cada mes. Los más afortunados llegarán a recibir 200 dinares (unos 30 euros al cambio en el mercado negro) de un salario medio de 1.000. El hecho de que todo el mundo en Zuwara conozca a alguien vinculado con el tráfico, unido a la precariedad económica, no hace sino contribuir a la normalización de una práctica de la que muchos acaban formando parte, sea conduciendo un camión congelador cargado de personas de origen subsahariano en dirección a la playa, fabricando balsas de goma, o como un mero oteador que avisa cuando el camino no está libre.

Es una opción al alcance de todos. Un joven de en torno a 24 años que dice ser traficante de personas se presenta a sí mismo como “un chaval cualquiera de la ciudad”. En conversación telefónica el pasado noviembre, aseguraba haber trabajado hasta 2017 en el contrabando de gasolina y diésel en alta mar, ese en el que la mercancía pasa de los viveros de un barco pesquero libio a los de uno maltés a través de una manguera. Era uno de los asuntos sobre los que escribió la periodista maltesa Daphne Caruana. El negocio era de tal envergadura que un coche-bomba acabó con su vida en octubre de 2017. La reportera investigaba un escándalo que salpicaba a altos políticos malteses. El clamor y la indignación fueron tan grandes que las instituciones no tuvieron más remedio que tomar medidas expeditivas para acabar con aquello.

Sin posibilidad de descargar las bodegas de su barco, el joven recurrió al tráfico de personas: decía que eran ocho en el equipo, y que cobraban tarifas de entre 2.000 y 8.000 dinares a sus clientes, “dependiendo del color de su piel”. Así, los marroquíes son los que pagan el billete más caro, y nigerinos, eritreos y somalíes se benefician del descuento.

“Puede que todo esto te resulte chocante pero aquí lo vemos de otra manera”, decía la persona que facilitó aquella y otras entrevistas con traficantes de personas. Se trata de una licenciada universitaria que trabaja actualmente para una ONG internacional especializada en el fenómeno migratorio.

“Pura humanidad”

Más allá de la Avenida de los Mártires o la plaza central a la que todos siguen llamando Piazza desde tiempos de la ocupación italiana, las calles en Zuwara siguen sin tener un nombre. Habría bastado con el de alguno de los caídos en la guerra del 2011, como en muchas otras ciudades libias. Que el consistorio de la localidad costera no funcionaba como debería lo reconocía hasta el alcalde, Hafed Bensasi:

—Nos limitamos a apagar fuegos, a tapar agujeros en un barco que no para de hundirse, ¿sabe usted? —esgrimía el edil en otoño de 2017.

Utilizó un símbolo que no podía ser más gráfico. La última medida de Italia había sido pagar a una de las mafias del tráfico en la vecina localidad de Sabrata para que interrumpiera no solo su actividad, sino también las de la competencia. Aquello acabó en enfrentamientos entre milicias rivales y con 5.000 migrantes que huyeron de un centro de detención. Llegaron hasta Zuwara andando.

“Les tenemos que asistir porque son seres humanos, es una cuestión de pura humanidad, pero al hacerlo ponemos en peligro nuestra propia supervivencia. Apenas tenemos medios para nosotros”, subrayaba el edil, recordando que la mitad del presupuesto municipal era “para la milicia local, que se encarga de proteger Zuwara".

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Mohamed Ben Khalifa/AP

Prácticamente todos los migrantes entrevistados por este periodista en Libia coincidían en que tanto Misrata como Zuwara eran las ciudades más seguras para ellos. A diferencia de lo que ocurre en Trípoli, en estas localidades pueden trabajar sin ser acosados por bandas que se lucran cobrando rescates tras secuestrarlos.

Malick, de Senegal, aseguraba haber sido arrestado mientras echaba alquitrán en una carretera al oeste de la capital. Encerrado y sometido a palizas durante cuatro meses, sus captores le dieron dos opciones: pagar 700 dólares o la muerte. “Mientras hablaba con mi madre, me golpeaban para que se angustiara y enviara el dinero cuanto antes”, relataba en 2016. Su testimonio coincide con el de muchos migrantes, tanto en suelo libio como otros rescatados en su intento de atravesar el Mediterráneo en los últimos años.

En Zuwara no se tiene constancia de algo parecido. A los migrantes capturados en manos de traficantes se los lleva a una antigua cárcel reconvertida en lo más parecido a los Centros de Estancia Temporal de Inmigrantes (CETI) españoles que existe hoy en la ciudad libia.

Las condiciones de las instalaciones en las que se encierra a los migrantes varían en función de bajo qué manos se encuentran. Quienes han pasado por ellas no siempre pueden aportar detalles que permitan saber si se trata de un centro gestionado por una milicia mafiosa o un centro oficial de detención. Sobre los primeros, el Ministerio del Interior no tiene ninguna autoridad. Aquí es donde las mafias venden a seres humanos a sus clientes; esas imágenes de decenas de hombres desnudos, la mayoría con marcas de haber sido brutalmente golpeados antes de ser subastados, se suelen tomar por los teléfonos móviles de compradores o vendedores.

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Anna Surinyach/AP

Los centros de detención oficiales, también llamados de “retención”, pueden estar gestionados por milicias pero generalmente son escuelas o almacenes abandonados reconvertidos en centros con colchonetas esparcidas por el suelo. Sus condiciones son francamente mejorables: los migrantes están más o menos hacinados, la falta de agua corriente se suple con bidones y la alimentación a base de pasta y arroz es monótona. Por lo general, se puede hablar con los internos con libertad.

Durante una visita al centro de Zuwara el pasado noviembre, su director, Anwar Abudi, hablaba de 300 individuos “llegados de toda África”. 25 eran mujeres, una de las cuales había parido el día anterior. Compartía una celda, en la que había comida de sobra, con otras tres personas. El resto de las migrantes, todas subsaharianas, paseaban o dormían entre el pasillo y las celdas abiertas. No parecían asustadas ante la presencia de los guardias, y estos no recelaban del periodista.

Abudi suscribía una frase que retumba en cada despacho de la administración libia desde 2011: “No tenemos medios”. La ayuda internacional que podía llegar en forma de medicinas, equipamiento médico, vehículos o simples mantas se mandaba vía Trípoli pero, según Abudi, nunca salía de la capital.

Asistir a los migrantes, aunque fuera con los mínimos más básicos, es un esfuerzo difícil de exigir a Zuwara. Y es algo extrapolable a todo el país. Se repite que la Organización Internacional para las Migraciones (OIM) estima el número de migrantes en Libia entre 700.000 y un millón -aunque no se ha confirmado esa cifra-, contenidos por los Gobiernos europeos dentro de sus fronteras. Se olvida mencionar que la población total del país no llega a los seis millones. La de la Unión Europea supera los 500 millones de habitantes. Es como si una España en ruinas y en mitad de una guerra tuviera que albergar a ocho millones de personas que requieren todo tipo de asistencia para alejarlas de la frontera con el resto de Europa.

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Olmo Calvo

Además de un hotel que nunca abrió sus puertas y la sede de un partido político en un país sin elecciones, la Piazza de Zuwara también acoge la única clínica de salud mental al oeste de Trípoli. La regenta Akram Idrisi, un libio con pinta de boxeador que se especializó en psiquiatría en el Reino Unido. Según dice, la casuística de las enfermedades mentales en Libia contradice la teoría.

“Tras una guerra lo normal es que predominen los casos de estrés postraumático y depresión, pero aquí es la psicosis. Son más de la mitad de entre los 680 expedientes en esta clínica”, explicaba el psiquiatra desde su consulta. Idrisi apuntaba al elevado consumo de hachís como uno de los potenciadores de la enfermedad, aunque puede haber razones mucho más complejas.

“Hay una crisis de identidad entre los libios, entre los que pasaron de tener dinero a no tener nada y viceversa. O los que se sintieron héroes durante la guerra y no pueden reconectar con la realidad. Es el ‘yo estuve en la guerra y tú no’ con el que muchos justifican cualquiera de sus actos, desde el tráfico de personas a la violación”, explica el psiquiatra. “Mientras tanto el país se desintegra bajo nuestros pies”.

No es lo único. De vuelta en la sede del Comité de Emergencia, Sadiq Jiash reconoce sentir vergüenza por cómo se han enterrado los cadáveres que el mar ha arrastrado hasta Zuwara durante los últimos años. Jiash recuerda que también se barajó la idea de enterrar los cuerpos en zonas deshabitadas a las afueras de la ciudad, pero en Zuwara la tierra útil escasea, y pertenece a campesinos que no quieren ver cadáveres en sus huertos.

“Ninguno estaba dispuesto a ceder sus terrenos, pero tampoco se les podía culpar”, lamenta Jiash, sin quitar la vista de una carretera rectilínea que muere en la frontera de Túnez. El psiquiatra levanta el pie del acelerador para que se pueda ver desde el coche los restos arqueológicos únicos de una ciudad púnica y romana descubierta en 2001. Puede que se trate de la mismísima Pisindon, pero es algo difícil de saber porque fue saqueada antes de que se pudiera llevar a cabo ninguna excavación.

20 kilómetros hacia el oeste, Jiash para el coche a pocos metros de una planta química levantada por Muamar el Gadafi y desahuciada tras la guerra de 2011. Dicen que es el responsable directo de la elevada incidencia de cáncer en Zuwara. Mientras se espera a un estudio científico que probablemente nadie conduzca jamás, el mercurio que sigue escupiendo ese monstruo de óxido seguirá envenenando el agua, los peces y la sangre de la gente.

El área a su alrededor se asemeja a una huerta en la que solo crecen ladrillos. Son las “lápidas” de más de 2.000 personas a las que el mar ha arrastrado sin vida hasta la playa. Sus cadáveres fueron enterrados por voluntarios como Jiash; a la salida del trabajo, o de clase. O el fin de semana. En 2017 hubo un proyecto para levantar un muro alrededor y pagar a un guardia que custodiara las lápidas distribuidas en calles, “como en un cementerio normal”, dice el psiquiatra.

Ni siquiera así cumplirán los requisitos más básicos de un cementerio, pero, al menos, no habría que preocuparse de que los perros acabaran comiéndose los cadáveres atraídos por el olor.

El pasado noviembre, Jiash se mostraba no solo desbordado, sino también profundamente dolido. La partida de dinero que había de llegar de Trípoli para construir la necrópolis nunca se materializó, y aquel cementerio sigue siendo un boceto sobre un pedazo de papel.

“¿Sabe de alguna institución o alguien en Europa que pueda ayudar?”, soltó el voluntario tras la entrevista. Siempre fue una pregunta recurrente.

Cómo la UE cede el control migratorio a Libia

Los Estados miembros han venido reforzando su estrategia en Libia desde 2016, año en el que el Mediterráneo Central se convirtió en el principal camino de entrada irregular a las costas italianas tras el acuerdo con Turquía que redujo las llegadas a Grecia. Poco después, en febrero de 2017, los países de la UE aprobaron en La Valeta una serie de medidas para sellar la ruta con Italia a la cabeza, que firmó un acuerdo con el Gobierno de unidad libio, no refrendado en unas elecciones pero respaldado por la ONU.

No era la primera vez: el memorando se comprometía a implementar, entre otros pactos, el Tratado de la Amistad firmado por Silvio Berlusconi y Muamar el Gadafi en 2008, donde ambos acordaron “intensificar la colaboración en la lucha contra el terrorismo, el crimen organizado, el narcotráfico y la inmigración ilegal”.

Uno de los planes más ambiciosos y polémicos de la UE en su intento de delegar el control fronterizo en el país vecino es el apoyo a los llamados guardacostas libios, integrados por distintos grupos, a veces milicias reconvertidas. A finales de octubre de 2016, 89 cadetes y oficiales libios constituyeron la primera remesa en recibir entrenamiento en el marco de la llamada Operación Sophia, la misión naval conjunta de la UE para combatir el tráfico de seres humanos y armas en el Mediterráneo Central. Este año, los 28 han acordado prorrogar el mandato del operativo militar, pero han retirado los barcos.

Diversos organismos como la Misión de las Naciones Unidas para Libia aseguran tener “pruebas concluyentes” de que miembros de instituciones libias y algunos funcionarios locales participan en el contrabando y el tráfico de personas. Sophia contaba con un precedente ya en 2013, cuando la Misión para la Asistencia de Fronteras de la UE (EUBAM) activó un proyecto que también incluía el entrenamiento de guardacostas libios. En conversación telefónica con este periodista, Antti Hartikainen, director general de las fronteras finlandesas y máximo responsable entonces de la misión de EUBAM en Libia, admitió que la falta de un mando central en la Marina libia era un problema ya entonces. “Siempre ha sido así: más que de una flota coordinada hablamos de unidades que actúan de forma independiente”, aseguraba el oficial.

Ni acusaciones tan graves ni los numerosos incidentes entre la flota libia y ONG que participan en misiones de búsqueda y rescate impidieron que el Consejo de Europa prorrogara el mandato de Sophia. Hasta marzo de 2019, habían participado un total 400 agentes, según el Consejo Europeo. En total, la UE ha destinado 46,3 millones de euros a los guardacostas a través del Fondo Fiduciario de Emergencia para África.

Este dinero se gasta en su equipamiento y entrenamiento. La primera pata consiste en la “reparación de los buques existentes, suministro de equipo de comunicación y rescate, botes de goma y vehículos”, según la institución comunitaria. También, en el establecimiento de “salas operativas básicas” en Trípoli. Sobre la segunda, además de la realización de actividades para “aumentar la capacidad de vigilancia” de la frontera en la zona de Ghât, insiste en que “los forma para que cumplan los derechos humanos”.

El apoyo económico y logístico a los guardacostas libios ha ido aparejado a una campaña de descrédito contra las ONG que operaban en la costa libia. En la primavera de 2017, Fabrice Leggeri, director de Frontex, las llegó a tachar de “taxis para los traficantes de seres humanos”, y el fiscal de Catania fue mucho más allá acusando a la flota humanitaria de recibir financiación por parte de los traficantes. Nadie aportaba pruebas, pero el acoso denunciado las ONG permeaba a través de los medios, e incluso desde las más altas instituciones. “Somos testigos incómodos de lo que está pasando”, ha denunciado en numerosas ocasiones Oscar Camps, director de Proactiva Open Arms. Desde entonces, la flota humanitaria se ha reducido a un tercio de la docena de barcos que llegaron a participar en misiones de búsqueda y rescate.

La controvertida actuación de Roma, siempre amparada por Bruselas, ha tenido su réplica en suelo libio. En otoño de 2017, la última apuesta italiana fue pagar a una de las mafias del tráfico en la vecina Sabrata para que interrumpiera tanto su actividad como las de su competencia. Tras esta política, Amnistía Internacional denunció “acuerdos con oscuras asociaciones y autoridades corruptas en Libia”. Pero el resultado también fue el esperado: Sabrata, la ciudad libia por donde pasaba más migración, fue sustituida por otras localidades como Garabuli o Khums, ambas al este de Trípoli.

Los países europeos se han ido desentendiendo de las operaciones de salvamento en el Mediterráneo Central, mientras el peso recae cada vez más en los guardacostas libios. Sus intervenciones se han incrementado a medida que las autoridades italianas, encargadas durante años de las tareas de rescate, han ido cediendo la coordinación de estas labores.

Según datos de Acnur, el 85% de los migrantes localizados en aguas del país vecino fueron desembarcadas de nuevo en Libia en la segunda mitad de 2018. Hasta mediados de octubre, al menos 688 personas han fallecido en su intento de llegar a las costas italianas, según la OIM. Se teme que el número sea mucho mayor: los ojos que vigilan el mar en busca de vidas en peligro son cada vez menos y la responsabilidad de rescatar ahora está en manos de un país que hace frente al flujo de salidas en mitad de una guerra.