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El opaco y militarizado paso terrestre a Grecia: “Nos desnudaron y nos devolvieron a Turquía”

Antes de partir, su padre le contó por qué iba a dejar de ser su padre. “Si me iba solo, sería fácilmente devuelto a Turquía”, recuerda Firas. No había alcanzado la mayoría de edad cuando, como muchos, salió de Siria. Su progenitor le asignó una familia con la que cruzaría a Europa. Se haría pasar por su hijo.

El viaje con sus nuevos familiares le llevó a través de Irak, atravesando Turquía hasta Edirne, la última gran urbe turca a las puertas de Grecia. Desde allí cruzaron el río Evros, frontera natural entre ambos países. Estaban en Europa, pero fue aquí donde comenzó su verdadera odisea. Atravesó el río una vez, dos, hasta en tres ocasiones. “Siempre acababan devolviéndome al otro lado de la frontera”, relata. Lo llama, como muchos, ‘devoluciones en caliente’.

Es la trastienda del acuerdo entre la Unión Europea y Turquía. El pacto que, según presumió Jean-Claude Juncker, “cuesta dinero, pero está bien invertido”. La última vez, las autoridades turcas, aquellas a las que la UE ha confiado la gestión de los flujos migratorios, deportaron a Firas a Irak. De pisar suelo griego, pasó a estar a más de 2.000 kilómetros de Europa.

El acuerdo de 2016 estaba dirigido a quienes alcanzaban las islas griegas, que serían devueltos a suelo turco, pero excluía a quienes llegaban por tierra a la Grecia continental. Durante los últimos tres años, el cierre de la ruta del mar Egeo ha empujado a muchas personas a buscar caminos diferentes y, a menudo, más peligrosos. El paso que atraviesa el Evros es uno de ellos.

Muchos refugiados como Firas decidieron emprender la ruta alternativa hacia Edirne, al noroeste del país eurasiático, con el objetivo de intentar atravesar este reguero cada vez más concurrido para los que huyen. Las llegadas a través del Evros en 2018 triplicaron las del año anterior, hasta las 18.000 personas, según la Agencia de la ONU. En 2019, la tendencia se mantiene: alrededor de 11.000 migrantes han atravesado esta ruta en lo que va de año.

Evros Evros

El efecto más palpable del acuerdo se refleja en los miles de solicitantes de asilo que han quedado bloqueados en las islas griegas en condiciones infrahumanas. Menos visibles son quienes lo intentan por la frontera terrestre, que se arriesgan a ser devueltos de inmediato y sin garantías. El patrón descrito por los afectados se repite: son capturados y retenidos por la Policía griega cerca de la frontera para ser trasladados de vuelta a Turquía, a menudo por hombres no identificados y con uso de la violencia.

Por el pueblo fronterizo de Orestiada, en territorio griego, merodean furgonetas sin matrícula. Se escuchan rumores. En un café de la zona saben lo que está ocurriendo, pero confiesan que en el pueblo nadie suele hablar de ello. Confirman que los pushbacks, las devoluciones ilegales, existen.

“En todo el pueblo hay dos o tres furgonetas sin matrícula”, cuenta uno de los activistas que suelen reunirse en el café. Son, explica, las que utilizan para detener a los refugiados que cruzan por la mañana. “Luego los mantienen encerrados durante el día y los devuelven a Turquía por la noche”, reiteran varios testigos.

Cerca del establecimiento, un grupo de militares se relaja tomando unas cervezas. Muestran su malestar con la llegada de refugiados. “Esto es insostenible, llegan cientos cada día, al final los griegos nos tendremos que marchar como refugiados desde nuestro país”, dice uno de los presentes.

Firas pasó por esta pequeña localidad. “La primera vez que nos detuvieron –una vez cruzada la frontera– la Policía griega nos obligó a vaciar todos los objetos que llevásemos encima, nos pegaron y condujeron a comisaría, de allí nos juntaron con otro grupo de refugiados y nos devolvieron a Turquía”. El modus operandi, continúa, era –y sigue siendo– sencillo: la Policía se encargaba de devolverles personalmente a Turquía, asegura.

Decenas de organizaciones humanitarias y colectivos han alzado la voz contra las devoluciones automáticas desde territorio griego. “Son una práctica habitual que nadie admite que ocurre en Grecia”, dice Panayota Xenidou, de la ONG Arsis.

El de Firas es solo uno de los innumerables –e inexactos– casos. Sus palabras y las de Xenidou coinciden. “A muchos les roban los teléfonos, les quitan la documentación, lo tiran todo al río y después los devuelven a Turquía”, confirma la activista. El Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur) lo corrobora.

“Mostramos nuestra estupefacción por los casos de retornos en caliente que se producen en la frontera”, afirma Margaritis Petritzikis, representante de la Agencia de la ONU. “Esas personas que no han cometido crimen alguno son detenidas, apaleadas y expulsadas de Grecia”, apuntan también desde Human Rights Watch.

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Alba Cambeiro

Poco tiempo después de ser devuelto, el joven sirio lo volvió a intentar por segunda vez. “En esa ocasión nos detuvieron los ‘comandos”, señala. Grecia ha sido acusada por organizaciones humanitarias de albergar a paramilitares en la frontera con Turquía.

Firas denuncia que los ‘comandos’, vestidos con uniforme militar y la cara tapada, no actúan de manera independiente. “Después de detenernos, llamaron a la policía”, insiste el joven. “Nos desnudaron hasta dejarnos en ropa interior y nos devolvieron, otra vez, a Turquía”. Una vez más, Firas y sus padres ficticios se quedaban a las puertas de la UE.

2015, un antes y un después

Turquía siempre ha sido puerto de llegada de refugiados que huían de las numerosas guerras que han azotado la región. Desde Irak, Afganistán, Paquistán, Irán o Siria, entre otros países, pisaban el Estado eurasiático en sus largas travesías hacia Europa. Para muchos, era un simple lugar de paso. Pero en 2015, todo cambió. La guerra de Siria ya había expulsado a millones de ciudadanos de sus casas. Ahora, las víctimas de aquellas bombas se encontraban en las calles de las grandes ciudades europeas.

Mientras muchos de sus ciudadanos aún se resentían por la crisis económica sufrida pocos años atrás, Grecia vio llegar, ese mismo año, a cerca de 857.000 refugiados. Las imágenes de miles de personas alcanzando las playas de Lesbos en precarias embarcaciones se convirtieron en habituales. La estampa se repetía en las islas de Samos, Chios o Kos, de menor tamaño. Desembarcaban, se inscribían en la larga lista que contabilizaba el número de entradas y, pocos días después, abandonaban las islas con destino Grecia continental.

Una vez allí, les deparaba la ruta de los Balcanes, donde fueron foco de la hostilidad de las autoridades en las fronteras de Macedonia, Bosnia y Hungría. Las blindaron y Grecia quedó aislada, mientras las llegadas seguían produciéndose, las llamadas de atención de las autoridades helenas se sucedieron. Entonces, una fotografía removió conciencias. El 2 de septiembre de 2015, la imagen de un niño de tres años que yacía inmóvil y boca abajo en un playa del oeste de Turquía, cerca de la turística ciudad de Bodrum, dio la vuelta al mundo. El pequeño Aylan Kurdi, de nacionalidad siria, viajaba en una embarcación en la que fallecieron 12 personas.

Se empezaba entonces a gestar el acuerdo UE-Turquía, rubricado en marzo de 2016. El pacto dotó al país eurasiático de más fondos para hacerse cargo de la gestión de frontera europea y favorecer un descenso en el número de llegadas a las islas. A cambio, 6.000 millones de euros que siguen llegando a Ankara a cuentagotas, entre las quejas de Erdogan. De momento, la UE ha enviado 2.570 millones a las arcas turcas.

Las cifras prometidas por la Unión Europea son bajas en comparación con las que dice desembolsar Turquía. El Ministerio del Interior turco presume de haber invertido, entre entes públicos y privados, cerca de 37.000 millones desde que empezaron a llegar refugiados sirios en 2011.

Mujer con su bebé en Moria Mujer con su bebé en Moria

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El pacto incluía una liberalización de visados para los turcos que jamás se ha materializado. Tampoco ha tenido resultados la continuación de las negociaciones para la adhesión del país euroasiático a la Unión Europea, pues se encuentran en punto muerto después de que Estrasburgo haya recomendado suspenderlas por segunda vez en tres años.

Bruselas alega que Turquía tampoco ha cumplido con su parte del trato, que incluía una reforma de su polémica ley antiterrorista, mientras que continúa cometetiendo violaciones en los derechos humanos. A raíz del intento de golpe de Estado de 2016, las detenciones, purgas y encarcelamientos se cuentan por miles. La UE encarga el control migratorio a un país que, según la organización norteamericana Freedom House, ha pasado de ser “parcialmente libre” a “no libre” en sus últimas actualizaciones.

Turquía hospeda actualmente a cerca de cuatro millones de refugiados, según el Ministerio del Interior turco. En estos años, Recep Tayyip Erdogan, ha pasado de ser un aspirante al club europeo a convertirse en euroescéptico. El presidente turco ha amenazado a la UE en más de una ocasión. “Si la Unión Europea va más lejos, abriré las fronteras, tenedlo en cuenta”, advirtió en septiembre de 2016. Este año, ha vuelto a repetir que "abriría las puertas" a los refugiados, alegando que el dinero prometido por Europa no llega.

En la práctica, el acuerdo entre la UE y Turquía ha actuado como retén: mientras los refugiados seguían acumulándose en los campos de las islas griegas, estos solo pueden acceder a tierra continental bajo el visto bueno de las autoridades griegas o mediante un programa de ayudas de Acnur. La masificación ha calado en los miles de habitantes de los campos de las islas. En 2018, muchos acumulaban dos años encerrados en las saturadas instalaciones. Ese mismo año, en el campo de Moria, Lesbos, Acnur y Grecia no existía consenso sobre el número de personas retenidas.

Mientras el anterior Gobierno estimaba que había 8.000 personas, la ONU rebajaba la cifra a 6.000. “En un principio el Gobierno construyó el campo de Moria para 750 personas", recuerda Theodoros Alexellis, responsable de Acnur en Lesbos. Más tarde, el Ejecutivo griego defendió que el espacio podía albergar una cifra superior: entre 2.000 y 3.000 personas.

La desesperación ha hecho mella entre quienes se quedaron varados en la isla: “Preferiría haber muerto en la guerra que haber venido aquí”, afirmaba uno de ellos el año pasado. Las condiciones se han tornado infrahumanas para los solicitantes de asilo que no pudieron seguir avanzando, pero la Unión Europea había cumplido su objetivo.

“El pacto con Turquía hizo una enorme contribución para reducir el número de refugiados que llegan a Europa. El acuerdo costó dinero, pero fue bien invertido”, defendió Jean-Claude Juncker, expresidente de la Comisión Europea, a finales de 2018. A partir de marzo de 2016, las llegadas se redujeron drásticamente: de las 856.723 alcanzadas en 2015, a 173.450 un año después. En 2018, se contabilizaron 29.718, según Acnur.

Familia celebrando la llegada Familia celebrando la llegada

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Los altibajos en las llegadas son relativos: un mes sube, un mes baja, pero el flujo no se detiene. A día de hoy, miles de migrantes continúan desembarcando en las islas y el nuevo Gobierno griego ha anunciado nuevos pasos a seguir: más control marítimo, más expulsiones. En lo que va de 2019, la ruta que atraviesa el país heleno se ha colocado de nuevo como el principal camino irregular hacia Europa: 50.720 personas han alcanzado Grecia de manera clandestina a fecha del 21 de octubre, según Acnur.

Mientras, la ruta terrestre a través del Evros continúa activa. Se demuestra de nuevo que, en los flujos migratorios, cuando un camino se cierra, otro se abre. En lo que va de año, han atravesado el río alrededor de 11.000 personas en lo que va de año, según los datos de Acnur publicados en octubre de 2019.

A la tercera, Firas consiguió llegar a Grecia sin ser golpeado. En el campo de detención de Fylakio, el joven sirio se sinceró: “Me recomendaron dar mis datos correctos y dije la verdad”. Confesó no pertenecer a esa familia que huía de Siria. Ni siquiera se llama Firas, nombre que da por miedo a ser identificado. Se despidió entonces de quienes lo habían acompañado durante el viaje.

Los mayores de edad suelen permanecer en el campo menos de 25 días. Los niños y adolescentes no acompañados, como era el verdadero caso de Firas, carecen de autorización para viajar solos. Las autoridades helenas exigen un documento a las familias que certifique el parentesco, y eso lleva su tiempo. De ahí que el 50% de los habitantes del campo no supere los 18 años.

Refugiada Refugiada

Alba Cambeiro

Si no logran documentar sus vínculos familiares, son transferidos a centros de menores. Hay padres que deciden continuar el camino sin sus hijos. Firas tuvo que despedirse de la que había sido su familia desde que abandonó Siria. No los ha vuelto a ver.

Las instalaciones albergan a muchos de los que consiguen atravesar el río Evros. Dos habitantes turcos del centro asoman la cabeza por la ventana de uno de los barracones. No superan los 25 años. “El Gobierno nos persigue porque vivíamos en una residencia dormitorio”, explican. Erdogan acusa a estos centros de estudiantes de estar bajo control de Gülen. El Ejecutivo turco clausuró este tipo de centros y la persecución se extendió a quienes se alojaban en ellos. “En Turquía no hubiésemos tenido un juicio justo, por eso nos fuimos”, aseguran.

A pocos metros, un grupo de jóvenes paquistaníes intenta llamar la atención. Uno de ellos recuerda el último tramo de su larga travesía. “Cruzar el río es demasiado peligroso, sobre todo porque los barcos son de cinco personas, pero cruzamos 30 a la vez”. Los fallecidos en el Evros se cuentan por decenas. Algunos de los que nunca lograron llegar son enterrados en Sidiro, en un pequeño cementerio de refugiados.

Otro chico bangladesí coincide: el cruce es peligroso, pero asegura que nada es comparable con el motivo de su huida. “Bangladesh es peor, allí mataron a mi hermana, a mi padre y a mi madre”, indica. Gur, refugiada afgana, no quiso continuar el camino sin su sobrina. Abandonaron Afganistán después de que mataran a todos sus familiares. Su paso por Turquía tampoco fue fácil.

“La primera vez que intentamos cruzar a Grecia, la Policía turca nos arrestó y nos envió a Estambul”. Lo consiguieron en el segundo intento, pero Gur debía esperar a que le llegase desde Afganistán la documentación que garantizase que esa niña realmente era su sobrina. “La dirección de este campo me dijo que me puedo marchar sola, pero quiero irme con mi sobrina, no me puedo ir sin su custodia”.

Refugiada Refugiada

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Firas decidió que no quería estar allí. Las pruebas para comprobar su minoría de edad le catalogaron, finalmente, como “no menor”, por lo que tenía vía libre para marcharse. Cogió un autobús a Tesalónica –ciudad griega situada a 200 kilómetros de distancia–, pero su sensación de esperanza duró un cuarto de hora.

“El bus fue detenido a los 15 minutos. La Policía me hizo bajar del autobús, junto con otros cinco chicos, destruyó nuestra documentación proporcionada por el centro de Fylakio y Acnur, y nos llevaron a comisaría”. Una vez allí, volvieron los robos, vejaciones y palizas de hombres con la cara tapada en las propias instalaciones policiales. “No nos daban ni comida y bebíamos el agua de los retretes”. Poco después, en un día de nieve, lo montaron en un bote de regreso a Turquía. Por tercera vez, Firas volvía a la casilla de salida.

Turquía es firmante de la Convención de Ginebra de 1951, pero no garantiza el derecho a solicitar asilo a los no nacionales del Consejo de Europa. Por ello, el estatus que da a los refugiados es “de protección temporal”. Su seguridad no está protegida.

Atrapados en Turquía: ¿país seguro?

Cengiz lo repite cada dos frases: “Todo esto lo hago por ellos”. Ese “ellos” son su mujer y su hijo. Llevan más de 15 años intentando llegar a Europa, pero confiesa que el cansancio les vencerá tarde o temprano. Él no es otro refugiado expulsado por la guerra de Siria. Su huida empezó años antes.

“El régimen de Assad detenía arbitrariamente y ordenaron mi arresto”, relata. Cengiz decidió escapar junto a su familia, pero aún no podían embarcarse a Europa por falta de dinero. Por eso ha pasado más de diez años trabajando en Turquía para poder costear el viaje.

Confiesa que antes de 2015 era mucho más complicado y caro subirse a una embarcación para cruzar de forma irregular a Grecia. Los precios bajaron cuando el conflicto entró en erupción. Entonces, llegó su momento. Se subió junto a 30 personas en un bote. Su destino era Lesbos, pero su viaje también se truncó a las puertas de la UE.

“Mientras nos acercábamos a Grecia, los vimos. Iban vestidos de negro y llevaban la cara tapada, uno de ellos lucía uniforme militar, pero no llevaban ningún distintivo que les identificara”, recuerda. Asegura que intentaron matarlos. “Dispararon al aire para intimidarnos, hicieron agujeros en nuestra embarcación y nos remolcaron mar adentro, hacia Turquía”. Cuando los abandonaron, su barco se hundía. Todo apuntaba a que iban a morir, hasta que los guardacostas turcos los encontraron. “Invertí todo lo que tenía en ese viaje y volvimos a Estambul con las manos vacías”, lamenta Cengiz.

Antes de jugarse la vida, Cengiz también había intentado marcharse por la vía legal. “Estoy a favor de la seguridad en las fronteras, pero los Gobiernos deberían facilitar los trámites para el reasentamiento”. En su caso, pidió asilo en Canadá hace siete años. “Nunca he recibido una respuesta”, lamenta.

Cengiz vive en Turquía desde hace más de 15 años y podría acogerse a la ciudadanía turca, pero no lo ha conseguido. “Siempre he tenido todos los papeles en regla y respeto la ley. Conozco a muchos que tras llegar a Turquía, la obtienen. Mientras yo, después de más de una década, aún no tengo nada. Esto se llama racismo”. Lo resume en dos palabras: “Soy kurdo”. No sabe qué hará en el futuro. No ha podido salir de la espiral en la que se ha convertido Turquía para ellos.

Muchos refugiados destacan la dificultad para conseguir las pocas ayudas a las que podrían aspirar. El Gobierno pretende ahorrar 80 millones de dólares con el cierre de seis campos de refugiados, alegando que la enorme mayoría vive en zonas urbanas. Además, son frecuentes los controles policiales que revisan sus papeles de protección.

Cuando la Policía turca detuvo a Firas la tercera vez que fue devuelto, lo mandaron a Estambul, donde quedó libre. “Pasé tres días durmiendo en la calle y sin comer”, rememora el joven. Mientras malvivía sin ningún tipo de ayuda institucional en la ciudad que hospeda a cerca de medio millón de refugiados, tenía claro que volvería a intentarlo. “No tengo otra elección, quiero reunirme en Hamburgo con mi hermano”, repetía. Cuenta que denunció su caso a Acnur. Prometieron comunicarse con él a los 15 días, pero la llamada nunca llegó.

En mayo, en uno de los controles de documentación habituales por parte de la Policía, Firas fue detenido. Lo deportaron a Irak. “No quise decir que era de Siria”, afirma. De haberlo sabido, las autoridades habrían ordenado enviarlo de vuelta a donde todo empezó.

Firas es kurdo y no quiere regresar, bajo ningún concepto, a una zona perdida por la mayoría kurda. “Allí no estaría seguro. Si me deportan a Siria me mandarán a Idlib, con el Ejército Libre Sirio”, lamenta desde Irak. Human Rights Watch ha denunciado que decenas de sirios que se encontraban en la frontera turcosiria han sido deportados en dirección a la devastada Idlib.

Según el ministro del Interior turco, Suleyman Soylu, 11.300 refugiados fueron “repatriados” en 2018. En los primeros seis meses de este año, unos 25.000 “inmigrantes irregulares” fueron retenidos y casi 13.000 de ellos fueron deportados. "Es nuestra principal responsabilidad repatriar a quienes llegan a Turquía ilegalmente", destacó Soylu.

Mientras tanto, el flujo de refugiados que llegan al país otomano sigue aumentando. Según el ministerio del Interior, 268.000 personas sin papeles arribaron a Turquía en 2018. Solamente el pasado 20 de junio, 1.379 intentaron cruzar la frontera con Siria. Todas ellas son devueltas a un país que sigue en guerra.

Después de dos días encerrado, las autoridades turcas entregaron a Firas a las fuerzas peshmerga de Irak, justo en la frontera anatolia. Cruzó solo. “Ellos –los peshmerga– me llevaron a un centro donde había unas 70 personas en mi misma situación. Dos días después, quedó libre y sus padres viajaron a la localización donde se encontraba su hijo: de Qamishli, zona kurdo-siria, a Zakho, zona kurdo-iraquí. La familia se encuentra unida. Pero Firas lo quiere volver a intentar.

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