Tras convertirse en el primer foco de contagios, el cierre del barrio rico de la capital de la República Democrática del Congo está empujando a muchos ciudadanos más allá de la pobreza extrema
Trinidad Deiros
Ellos son los desheredados de la rica tierra del Congo. Todos los días, sin que el sol asome aún por el horizonte, un río humano invade los márgenes sin aceras del bulevar Lumumba, el mastodonte que une Kinshasa con el aeropuerto internacional de N’djili. Su presencia, tan temprana, es hija de su miseria: los pobres de esta ciudad madrugan para ganar tiempo a pie. Si es posible, tratan de ahorrarse alguno de los trayectos, cada uno a 500 francos (26 céntimos de euro), en las destartaladas furgonetas que conforman el transporte público en la capital de la República Democrática del Congo (RDC). Ese es el destino de los pobres en Congo: comer poco y caminar mucho.
El lugar al que se dirigen muchas de esas personas es el mismo: La Gombe, el barrio de los ricos de Kinshasa, la que fuera la ciudad de los blancos bajo el colonizador belga. Como un oasis de opulencia rodeado de un mar de miseria, La Gombe encarna el terrible legado de esa colonización. Las enormes distancias de Kinshasa no se deben solo a su gigantesca población de al menos 12 millones de almas. Los barrios populares siempre estuvieron lejos del centro, en parte porque los belgas proyectaron las barriadas de aquellos a quienes llamaban “indígenas” a grandes distancias de la ciudad europea.
Temían contagiarse con epidemias como la de la meningitis, que medró en la ciudad llamada entonces Léopoldville en los años 20 del pasado siglo. El urbanismo de Kinshasa empezó siendo racista y sigue siendo excluyente. En La Gombe ya no se segrega entre blancos y negros, sino entre ricos y pobres.
Para entrar en el barrio en la época colonial, los congoleños necesitaban un salvoconducto. Esa imagen del pasado ha vuelto estos días, porque el distrito del lujo de Kinshasa –con sus rascacielos, sus hoteles de cinco estrellas y su campo de golf– se convirtió en el foco inicial en Congo de la epidemia de coronavirus. Este ha sido el único de los 26 distritos de la capital sometido a un confinamiento de población total desde el 6 de abril. La medida se empezó a relajar parcialmente hace dos semanas, pero el barrio sigue cerrado al resto de la ciudad.
Habitantes de La Gombe salen a abastecerse en los bancos y supermercados, únicos establecimientos autorizados a reabrir sus puertas en un parcial desconfinamiento | © MONUSCO/John Bompengo
A finales de marzo, Kinshasa había vivido un breve confinamiento de ida y vuelta. El Gobierno congoleño decretó inicialmente que toda la población debía permanecer en su casa. La medida entró en vigor el 21 de marzo. Al día siguiente, las autoridades cambiaron de opinión y permitieron salir a la gente. Quizás se habían dado cuenta de que en un país en el que, según el Banco Mundial, siete de cada diez personas viven bajo el umbral de pobreza extrema, con menos de 1,9 dólares al día, encerrar a los habitantes de la capital en sus casas equivalía a matarlos de hambre.
La alternativa aprobada por el Gobierno ante el imposible confinamiento de Kinshasa fue decretar la cuarentena forzada solo en La Gombe, el barrio rico donde vivían muchos de los primeros contagiados. Todos ellos eran ciudadanos con dinero, infectados en el extranjero. Solo ellos pueden viajar en Congo. “La mayoría de los pobres ni siquiera ha puesto nunca los pies en el aeropuerto”, explica Gloria Sengha Panda Shala, activista de 27 años fundadora del movimiento social Vigilancia ciudadana.
Los primeros contagiados no solo eran ricos; eran personas en el “corazón del poder”, asegura Sengha. Personalidades como el octogenario Gérard Mulumba, obispo emérito y jefe de la Casa Civil de su sobrino, el presidente congoleño Felix Tshisekedi, que murió con coronavirus el 15 de abril. O el también fallecido Jean-Joseph Mukendi wa Mulumba, un prominente abogado consejero del jefe de Estado que contrajo la enfermedad cuando se encontraba en Francia. Mukendi wa Mulumba había viajado a Europa para recibir tratamiento médico, como suelen hacer los privilegiados en Congo.
Control de pasajeros y medidas de higiene entre los aeropuertos de Kinshasa (República Democrática del Congo) y de Brazzaville (República del Congo) | © WHO/Daniel Elombat
La enfermedad empezó propagándose entre los ricos, pero muy pronto los pobres empezaron a pagar un alto precio. “En Congo, la mayoría de la gente no tiene un trabajo asalariado y vive del pequeño comercio. Muchos de ellos, que subsistían comprando mercancías en el mercado central de La Gombe para venderlas luego en sus barrios, se han quedado sin ingresos”, explica Sengha. En el país africano, los empleos en la economía sumergida como conducir un taxi-moto, vender pan por la calle o reparar los neumáticos de los coches están tan extendidos que incluso se engloban en un concepto casi filosófico: lo que los congoleños llaman “el sistema D”. “D” de 'débrouillardise', el ‘apañárselas’. Está tan arraigado en la sociedad, que la población habla con ironía de un artículo imaginario de la Constitución: el 15, el que en teoría obliga a los congoleños a sobrevivir buscándose la vida, sin ningún tipo de protección social, subsidio de desempleo, pensión de jubilación ni derecho a la asistencia médica.
Esta forma de subsistencia cuyo peso llega al 90% de la economía congoleña, según la revista Jeune Afrique, depende mucho de la movilidad urbana. Con el cierre del céntrico barrio que concentra entre el 60% y el 70% de la actividad económica de la ciudad, muchos congoleños han atravesado la fina línea que en este país separa la pobreza de la miseria. Según las proyecciones elaboradas por investigadores del Banco Mundial, la República Democrática del Congo es uno de los tres países que más van a sufrir el cambio en el número de personas pobres a raíz de la crisis causada por el coronavirus, con dos millones más. Los otros dos son India y Nigeria.
El centro Telema es la única institución sanitaria de Kinshasa que ofrece tratamiento y medicamentos a precios asequibles –a veces, incluso gratis– a las personas con enfermedades mentales de la ciudad. Su alma es Ángela Gutiérrez Bada, una religiosa asturiana de 74 años, de los que más de 30 los ha pasado en Congo. Cuando la miseria aprieta en Kinshasa, a sor Ángela le llegan más enfermos “cargados de cadenas”, algo que está sucediendo estos días a causa del cierre de La Gombe.
Los precios de la comida han subido, en parte debido a la especulación; los del transporte, también, porque el Gobierno estableció una limitación del número de pasajeros para evitar el contagio y los chóferes, para sobrevivir, han aumentado el precio del billete. Las familias de los enfermos no tienen dinero para comprar las medicinas. Cuando nuestros pacientes interrumpen el tratamiento, se descontrolan. Por eso los encadenan. Cuando por fin vienen, vemos que compran las medicinas solo para un día o dos porque no tienen más dinero”, describe la religiosa. Otros enfermos, los que trabajan en el taller de terapias manuales del centro Telema, están pasando hambre. “Hemos visto que cada vez se les marcan más las costillas”, lamenta.
Capacitación llevada a cabo por la OMS y las autoridades sanitarias (Ministerio de Salud) para el personal de salud de la República Democrática del Congo y de Congo Brazzaville | © WHO/Marta Villa Monge
Corinne N’Daw, directora de la ONG Oxfam en Congo, confirma que la epidemia de coronavirus y las medidas del Gobierno congoleño para contener su expansión amenazan con ahondar las desigualdades en el que ya era uno de los países “más desiguales del mundo”. Esta pandemia ya no es una enfermedad de ricos. “La epidemia se está trasladando de las clases dirigentes a las clases más vulnerables”, precisa N’Daw, cuya organización está haciendo un trabajo de sensibilización ante las autoridades del país africano para que comprendan que el confinamiento tiene que hacerse “de manera inclusiva”.
Congo ha contabilizado que alrededor de 800 personas se han contagiado con el coronavirus y 35 han fallecido. De ellas, 744 viven en Kinshasa. De las 35 zonas de salud en las que está dividida la ciudad, 30 han notificado contagios. Estas cifras pueden parecer reducidas pero, en realidad, obedecen más a las limitadas capacidades diagnósticas del país que a la situación real: se teme que sea mucho peor que la reflejada por los números oficiales. La RDC solo cuenta con un laboratorio capacitado para hacer test de coronavirus, el Instituto Nacional de Investigación Biológica de Kinshasa.
“Los primeros casos de COVID-19 fueron importados, y de personas con dinero que accedieron a unos cuidados médicos de calidad aceptable, pero ahora tenemos ya casos de contagio local en el resto de la ciudad y dudamos de la capacidad del sistema sanitario congoleño para responder a una enfermedad que exige cuidados y equipamientos altamente especializados”, deplora la representante de la organización humanitaria.
Un cálculo del diario The New York Times, con datos de diversas ONG, limitaba a cinco el número de respiradores mecánicos de los que dispone la RDC en sus hospitales públicos para una población que supera los 85 millones de personas; es decir, un respirador para cada 17 millones de personas. De todas formas, un respirador no sirve de nada si se carece del oxígeno que precisa para funcionar o de un anestesista capaz de intubar al enfermo. Y en 2013, en todo el inmenso Congo, solo había 33 anestesistas.
La precaria situación del sistema sanitario congoleño es la manifestación de un “problema profundo de gobernanza y de distribución de recursos”, asegura la directora de Oxfam. Esta organización tiene entre sus objetivos concienciar a la población de su derecho a los cuidados sanitarios y a exigir que sus responsables rindan cuentas sobre el uso del dinero público.
El coronavirus no solo ha dejado ya el barrio de los ricos para empezar a extenderse en el resto de la ciudad. Corinne N’Daw explica que también “se está feminizando”. En marzo, apunta, “por cada mujer contagiada se contaban cuatro hombres”, mientras en la última semana de abril se ha pasado a que “por cada hombre enfermo, haya dos mujeres y un número creciente de niños, sobre todo en la franja de edad de entre siete y diez años”. Las mujeres están más expuestas a contraer la enfermedad, detalla la organización, “porque trabajan más en la economía sumergida, pero también por su rol de cuidadoras de los enfermos y de los niños, algo que tiene un efecto multiplicador del contagio”.
Las medidas para luchar contra el coronavirus también están detrás del aumento de la violencia machista y de las violaciones en el seno de la pareja. Julienne Lusenge, fundadora de Sofepadi (Solidaridad Femenina para la Paz y el Desarrollo Integral), una asociación que lucha por los derechos de la mujer en Congo, explica cómo sus trabajadores están recibiendo a un número creciente de mujeres agredidas sexualmente por sus compañeros. “Muchos hombres que no tienen trabajo van a pasar el día a La Gombe para tratar de sacar algo de dinero. Ahora, con el barrio cerrado, estos hombres se han quedado en casa y las agresiones han aumentado”.
La COVID-19 no es la única epidemia que afronta la República Democrática del Congo. Desde mediados de 2018, un brote masivo de sarampión ha infectado a más de 300.000 congoleños y ha matado a más de 6.000 ciudadanos en las 26 provincias del país. Tres de cada cuatro fallecidos son niños. En el lejano este del país, a 2.500 kilómetros de Kinshasa, otra epidemia, la del ébola, acaba de resurgir con nuevos casos en la localidad de Beni, en Kivu Norte, cuando faltaban dos días para que el brote de esta enfermedad se diera por finalizado. Al menos 2.276 personas han muerto a causa de esa fiebre hemorrágica en Congo, según datos de la Organización Mundial de la Salud de principios de abril.
Una trabajadora de la ONG World Vision en Beni, uno de los puntos más afectados por el brote de ébola, informa a sus habitantes sobre las prevenciones contra el coronavirus | © AP/Al-hadji Kudra Maliro.
A estas crisis superpuestas, recalca la directora de Oxfam, se suman ahora los primeros casos de coronavirus detectados en las provincias orientales de Ituri, Kivu Sur y Kivu Norte. Son pocos: dos, cuatro y siete personas infectadas, respectivamente. Pero la cohabitación de epidemias tan graves y la inseguridad que reina en esta zona del país, donde siguen activos alrededor de 130 grupos armados, según el Grupo de Estudios sobre Congo de la Universidad de Nueva York, hacen temer una saturación del frágil sistema sanitario congoleño y una catástrofe en vidas humanas.
El doctor Guy Mukari, coordinador de la respuesta al ébola en la ciudad de Butembo, en Kivu Norte, es optimista. Dice que el trabajo realizado durante años con las comunidades para mantener distanciamiento social y evitar el contagio de ébola servirá también para prevenir el coronavirus. En Butembo, un primer caso de COVID-19 “fue identificado muy pronto y puesto en aislamiento”.
El médico no alude al riesgo de que el coronavirus termine por convertirse en uno de esos asesinos invisibles que pasan inadvertidos en un país en el que la gente muere a menudo en su casa, sin recibir atención médica y sin que se sepa de qué fallece. En Congo, la muerte no es esa extraña a la que se le vuelve la espalda hasta el final, como sucede en Occidente. En Congo, se convive con ella y al final se acepta con una frase lapidaria en francés: “Il/elle a rendu l’âme à Dieu”, ha devuelto el alma a Dios.