Cómo la UE cede el control migratorio a Libia
Los Estados miembros han venido reforzando su estrategia en Libia desde 2016,
año en el que el Mediterráneo Central se convirtió en el principal camino de entrada irregular a las costas
italianas tras el acuerdo con Turquía que redujo las llegadas a Grecia. Poco después, en febrero de 2017,
los países de la UE aprobaron en La Valeta una serie de medidas para sellar la ruta con Italia a la cabeza,
que firmó un acuerdo con el Gobierno de unidad libio, no refrendado en unas elecciones pero respaldado por
la ONU.
No era la primera vez: el memorando se comprometía a implementar, entre otros
pactos, el Tratado de la Amistad firmado por Silvio Berlusconi y
Muamar el Gadafi en 2008, donde ambos acordaron “intensificar la colaboración en la lucha contra el
terrorismo, el crimen organizado, el narcotráfico y la inmigración ilegal”.
Uno de los planes más ambiciosos y polémicos de la UE en su intento de delegar
el control fronterizo en el país vecino es el apoyo a los llamados guardacostas libios, integrados por
distintos grupos, a veces milicias reconvertidas. A finales de octubre de 2016, 89 cadetes y oficiales
libios constituyeron la primera remesa en recibir entrenamiento en el marco de la llamada Operación Sophia,
la misión naval conjunta de la UE para combatir el tráfico de seres humanos y armas en el Mediterráneo
Central. Este año, los 28 han acordado prorrogar el mandato del operativo militar, pero han retirado los
barcos.
Diversos organismos como la Misión de las Naciones Unidas para Libia aseguran
tener “pruebas concluyentes” de que miembros de instituciones libias y algunos funcionarios locales
participan en el contrabando y el tráfico de personas. Sophia contaba con un precedente ya en 2013, cuando
la Misión para la Asistencia de Fronteras de la UE (EUBAM) activó un proyecto que también incluía el
entrenamiento de guardacostas libios. En conversación telefónica con este periodista, Antti Hartikainen,
director general de las fronteras finlandesas y máximo responsable entonces de la misión de EUBAM en Libia,
admitió que la falta de un mando central en la Marina libia era un problema ya entonces. “Siempre ha sido
así: más que de una flota coordinada hablamos de unidades que actúan de forma independiente”, aseguraba el
oficial.
Ni acusaciones tan graves ni los numerosos incidentes entre la flota libia y ONG
que participan en misiones de búsqueda y rescate impidieron que el Consejo de Europa prorrogara el mandato
de Sophia. Hasta marzo de 2019, habían participado un total 400 agentes, según el Consejo Europeo. En total,
la UE ha destinado 46,3 millones de euros a los guardacostas a través del Fondo Fiduciario de Emergencia
para África.
Este dinero se gasta en su equipamiento y entrenamiento. La primera pata
consiste en la “reparación de los buques existentes, suministro de equipo de comunicación y rescate, botes
de goma y vehículos”, según la institución comunitaria. También, en el establecimiento de “salas operativas
básicas” en Trípoli. Sobre la segunda, además de la realización de actividades para “aumentar la capacidad
de vigilancia” de la frontera en la zona de Ghât, insiste en que “los forma para que cumplan los derechos
humanos”.
El apoyo económico y logístico a los guardacostas libios ha ido aparejado a una
campaña de descrédito contra las ONG que operaban en la costa libia. En la primavera de 2017, Fabrice
Leggeri, director de Frontex, las llegó a tachar de “taxis para los traficantes de seres humanos”, y el
fiscal de Catania fue mucho más allá acusando a la flota humanitaria de recibir financiación por parte de
los traficantes. Nadie aportaba pruebas, pero el acoso denunciado las ONG permeaba a través de los medios, e
incluso desde las más altas instituciones. “Somos testigos incómodos de lo que está pasando”, ha denunciado
en numerosas ocasiones Oscar Camps, director de Proactiva Open Arms. Desde entonces, la flota humanitaria se
ha reducido a un tercio de la docena de barcos que llegaron a participar en misiones de búsqueda y rescate.
La controvertida actuación de Roma, siempre amparada por Bruselas, ha tenido su
réplica en suelo libio. En otoño de 2017, la última apuesta italiana fue pagar a una de las mafias del
tráfico en la vecina Sabrata para que interrumpiera tanto su actividad como las de su competencia. Tras esta
política, Amnistía Internacional denunció “acuerdos con oscuras asociaciones y autoridades corruptas en
Libia”. Pero el resultado también fue el esperado: Sabrata, la ciudad libia por donde pasaba más migración,
fue sustituida por otras localidades como Garabuli o Khums, ambas al este de Trípoli.
Los países europeos se han ido desentendiendo de las operaciones de salvamento
en el Mediterráneo Central, mientras el peso recae cada vez más en los guardacostas libios. Sus
intervenciones se han incrementado a medida que las autoridades italianas, encargadas durante años de las
tareas de rescate, han ido cediendo la coordinación de estas labores.
Según datos de Acnur, el 85% de los migrantes localizados en aguas del país
vecino fueron desembarcadas de nuevo en Libia en la segunda mitad de 2018. Hasta mediados de octubre, al
menos 688 personas han fallecido en su intento de llegar a las costas italianas, según la OIM. Se teme que el número sea mucho mayor: los ojos que
vigilan el mar en busca de vidas en peligro son cada vez menos y la responsabilidad de rescatar ahora está
en manos de un país que hace frente al flujo de salidas en mitad de una guerra.