Cada vez que Marruecos despliega sus agentes para alejar a un grupo de migrantes de la frontera española, la consigna es clara. Cada vez que arrasan una vivienda en mitad de la noche, los despojan de sus pertenencias en los montes o los meten en autobuses destino al sur con las manos esposadas, el objetivo es el mismo. “No los podemos dejar en el norte”, reconoce el responsable de fronteras del país vecino. A cambio, millones de euros extraídos de las cuentas de la Unión Europea. Los resultados son elogiados una y otra vez por dirigentes españoles, que ensalzan la “cooperación fronteriza” con Marruecos.
En nombre de esta “cooperación”, las fuerzas de seguridad irrumpieron de madrugada en casa de Alpha y su grupo de amigos, los esposaron, los metieron en un autocar durante todo un día con un sándwich y una botella de agua, y los abandonaron en el sur de Marruecos.
A Alpha le queda un año para la mayoría de edad. Su inquietud le empujó a cruzar gran parte de África, desde Guinea Conakry hasta llegar a las puertas de Europa, y ahora se siente “prisionero” en Marruecos. En los últimos meses ha recorrido de manera forzosa el país magrebí de norte a sur, desde Tánger a Tiznit, en tres ocasiones. La policía lo echa del norte, y él regresa de nuevo para “probar suerte” e intentar atravesar el Estrecho en cada oportunidad que se le presenta.
En el mismo barrio tangerino residía Aissa Barry desde 2015 hasta que una noche la policía, acompañada de las autoridades locales, la pusieron en la calle junto a sus cinco hijos. Poco importó que llevara residiendo en Marruecos nueve años, que tuviera papeles o que se ganara la vida en su restaurante de comida africana en Tánger, sin planes de migrar. En abril de 2018 sufrió una de las redadas con las que las fuerzas de seguridad marroquíes tratan de vaciar el norte del país. Las mismas que llevan produciéndose desde hace décadas en el norte de Marruecos, disparadas desde el verano de 2018.
—En este momento de acoso, ¿para qué sirven los papeles? —se pregunta Aissa.
Mientras se lamenta, esta mujer muestra la fotografía de la noche en que, por sorpresa, las fuerzas auxiliares irrumpieron por orden de las autoridades locales en su vivienda de Branes, un barrio alto y desfavorecido de Tánger donde se concentra gran parte de la población migrante. La imagen que enseña es un caos de maletas abiertas y tiradas por el suelo, ropa desperdigada y todos los enseres revueltos.
“¡Imagina! Nos desalojaron en plena noche a pesar de tener un contrato de alquiler de un año. Pagaba 4.500 dírhams (445 euros) mensuales y me vi en la calle. Me quitaron hasta el teléfono, que era un iPhone”, reprocha Aissa. Aquella madrugada, se quedó sin hogar después de tres años en el mismo domicilio y con sus niños pequeños a la intemperie.