Cuando Paulina mira al cielo, ya pocas veces pide que llueva. Casi prefiere quedarse como está, en una explanada de tierra árida y escasas posibilidades de siembra. Casi ha llegado a apreciar la sequedad, porque hace tiempo que dejó de fiarse de la lluvia. La necesita pero, cuando viene fuerte, puede arrasar con lo poco que tiene. Las precipitaciones intensas han destrozado su casa y han empujado a su hija a los Estados Unidos.
A Eugenio ya le da igual que llueva o deje de llover, porque su cabeza se ha marchado a otro lugar. Dejó de prestar atención a los partes meteorológicos cuando su última cosecha de café, en la que había invertido buena parte de sus ahorros, quedó arruinada por una plaga ligada a las escasas precipitaciones. Con 19 años y un hijo recién nacido, se rebeló contra la irregularidad de las lluvias y la falta de otras opciones de empleo en el departamento de La Paz (Honduras) e inició el camino hacia EEUU. No consiguió llegar, fue retornado hace meses, pero ya tiene fecha para el segundo intento.
Las precipitaciones irregulares convierten al Corredor Seco Centroamericano en una de las zonas del mundo más susceptibles al cambio del clima. Se trata de un área de bosque tropical seco situada en la vertiente pacífica de Centroamérica, extendida desde la costa pacífica de Chiapas (México) hasta el oeste de Costa Rica y provincias occidentales de Panamá. De los países que comprende, los más expuestos a la sequía o a las fuertes precipitaciones son Honduras, Guatemala, El Salvador y Nicaragua. Todos ellos se encuentran entre los veinte países más afectados por los fenómenos meteorológicos extremos en el periodo 1996-2017, según los últimos datos del Índice de Riesgo Climático Global (IRC) de GermanWatch. Honduras se coloca en la segunda posición.
La Organización Meteorológica Mundial advirtió en 2017 de que una de las consecuencias más devastadoras del calentamiento global es la multiplicación de fenómenos extremos. El país centroamericano ha tenido una media de 302 muertes al año y unas pérdidas anuales de 500 millones de euros. Desde el año 2014 hasta abril de 2016, Honduras ha padecido una de las sequías más prolongadas desde que se tienen registros. El Corredor Seco del país ha experimentado las peores consecuencias, resalta un reciente estudio de InspirAction.
En el Corredor Seco centroamericano viven 10,5 millones de habitantes, de los cuales cerca de un 60% vive en situación de pobreza, según los datos del Programa Mundial de Alimentos. De los 1,9 millones de pequeños productores de granos básicos que hay en Centroamérica, la mitad se encuentran en esta zona. Ellos, los agricultores de subsistencia y sus familias, son quienes más sufren la inestabilidad meteorológica.
En las laderas de las montañas del departamento de Choluteca, en el sur de Honduras, se encuentran dispersas centenares de viviendas con pequeñas unidades de producción. Son hogares humildes, con un pequeño terreno de una a tres manzanas, sobre el que depositan la confianza de obtener reservas de granos básicos, principalmente maíz y frijol, durante las dos temporadas clave para sembrar en la región.
Los campesinos entrevistados por eldiario.es detectan un antes y después en la producción, aunque no identifican un detonante exacto. No saben si detrás de sus problemas está el cambio climático, El Niño, el Huracán Mitch o los megaproyectos hidroeléctricos, pero tienen la certeza de que la tierra les ha dejado de dar lo que antes les daba. Repiten una y otra vez que ya “no llueve como tiene que llover” y “hay una sequedad” hasta hace poco desconocida. Se sienten perdidos, como si todo lo aprendido desde niños sobre agricultura hubiese caído en saco roto. Muchos han dejado de controlar un conocimiento transmitido de generación en generación: cuándo es el momento para sembrar.
Ana Francisca Ochoa culpa a El Niño: “Todo cambió cuando ‘ese niño’ se metió. El Niño que chupa toda el agua. Desde hace como dos o tres años llevamos con esta sequedad. La campesina, residente en Choluteca, recuerda aquellos años en los que vendía sus cultivos en la frontera con Nicaragua. Ahora su cosecha no es suficiente ni para la subsistencia de su familia y sufre cada día para echar algo de comida en el plato de sus hijos.
“Cultivábamos hasta 20 cargas en una sola cosecha. Sembrábamos la primera en abril, ahora tenemos que esperar a que llueva. Si no llueve, no podemos sembrar”, recuerda Rosa Aguilar en su casa situada en lo alto de las montañas de la comunidad de Aguacatal (La Paz, Honduras). “Esperar a que llueva” significa aguardar hasta el final de la canícula, un periodo de altas temperaturas y pausa de las precipitaciones, registrado de manera tradicional en el mes de julio. A partir del año 2008, esta época de sequedad surgida en plena época de lluvias ha ido aumentando hasta alcanzar la temporada de la primera cosecha, dedicada especialmente al cultivo del maíz.
“Es la prolongación de un periodo seco en mitad del periodo de lluvias que destruye el país cuando está en floración”, explica Alejandro Zurita, coordinador de Acción Humanitaria en Ayuda en Acción. No solo los agricultores chocan en la localización del origen del problema; los expertos también se dividen entre quienes ligan este fenómeno con el calentamiento global, con los efectos de El Niño, mientras que los más escépticos culpan a la variabilidad climática natural.
En esta zona del sur de Honduras, la población vive en ciclos combinados de falta de precipitaciones e inundaciones. “No es sólo que no haya suficiente agua, sino que los agricultores no pueden contar con el ciclo normal de lluvias, cada año se modifica, por lo que su adaptación a los cambios es más difícil”, explica a eldiario.es Etienne Labande, director adjunto del Programa Mundial de Alimentos de la ONU (WFP) en Honduras.
Al mismo tiempo, estas familias carecen de herramientas para hacer frente a los riesgos ligados al inestable clima.
Si una cosecha falla, no tienen reservas suficientes para comer o vender hasta la próxima siembra. Llega entonces el hambre, la carencia de alimento suficiente para tres turnos de comida, le necesidad de ayuda humanitaria y la búsqueda de respuestas de emergencia.
En la pequeña finca de Paulina hace años brotaba maíz, frijoles, sorgo, ajonjoli… “Vendíamos una pequeña parte, la otra parte para el consumo propio”, explica la mujer hondureña, rodeada por los tonos ocres que colorean el paisaje. Cuando murió su esposo, quien se dedicaba a los cultivos, los recursos para atender la tierra disminuyeron mientras las inestables lluvias empezaban a hacer estragos. El sueldo de su hija, quien trabajaba en una maquila aún les mantenía estables. Hasta que la fábrica echó el cierre.
Su primogénita decidió tomar el relevo de su padre y encargarse de labrar la tierra, pero los inviernos habían dejado de ser lo que eran, lamenta Paulina. Las fuertes lluvias arrasaron con la cosecha de postrera, la segunda del año, y las reservas de granos básicos se agotaban. Fue entonces cuando la mujer se cansó de la incertidumbre y decidió alquilar su parcela a una ganadera.
En 2018, el retraso en las lluvias arruinó hasta un 70% de primera cosecha de los agricultores del Corredor Seco, mientras que el exceso de lluvias dañó hasta el 50% de la segunda siembra, explican desde la FAO. La acumulación de años de malas cosechas agota las reservas de alimentos básicos, como maíz y frijol, y se ven empujados a, como Paulina, empezar a vender o alquilar sus herramientas de agricultura, una decisión tomada por el 82% de las familias, que les deja en una situación aún más vulnerable a medio plazo, según la Agencia de la ONU.
Los expertos lo llaman ‘estrategias de afrontamiento’. “Se dan en un orden determinado en función del contexto. Cuando se ven en una situación complicada, primero compras menos alimentos o no adquieres cuadernos para los niños. Luego, vendes los animales, alquilas la tierra o te comes las semillas que ibas a sembrar. Cuando ya has utilizado todos estos mecanismos y sigues pasando hambre, viene la migración”, resume el experto Alejandro Zurita.
En la cima de esa pirámide de las posibles salidas al hambre, como último recurso, brota la idea de migrar, concluyen varios estudios. “Los altos índices de inseguridad alimentaria que se encontraron en los hogares encuestados confirman los vínculos entre la emigración y la inseguridad alimentaria”, determinó en 2017 un informe del Programa Mundial de Alimentos que analiza, a través de cientos de hogares encuestados la relación entre una de las peores sequías del Corredor Seco con los desplazamientos humanos posteriores. “Existe una correlación significativa entre los déficits de precipitación desde 2014 a causa de El Niño y el aumento de la migración irregular hacia los EEUU”, zanjó la Agencia de la ONU.
Se cuentan por centenares los hogares del departamento de Choluteca donde al menos uno de sus miembros ya no está. Muchos apuestan primero por desplazarse a otras zonas de Honduras -tendencia que se repite en el resto de países del Corredor Seco y en la mayoría de los desplazamientos por razones climáticas-, como a las principales ciudades o a las áreas próximas a grandes producciones agrícolas. de la temporada de la corta de café o la recogida de sandía.
En los alrededores del Río de Choluteca, en el sur de Honduras, es común encontrar grandes explotaciones de melón y sandía que requieren mucha mano de obra. En una de ellas, varios jornaleros descansan durante unos minutos para comer bajo la única sombra localizada en la enorme plantación. Para llegar hasta aquí, la mayoría de personas empleadas se levantan a las tres de la mañana para viajar desde sus respectivas comunidades y trabajar durante horas, agachadas y bajo el sol, en la recogida del pesado fruto. “Yo estuve en España”, nos dice una de las trabajadoras. “Volví porque no fue como esperaba”, detalla la mujer, quien perdió a un hijo en un accidente en una piscina municipal. “Dedicas todo lo que tienes y de pronto te pasa algo así… No podía estar más allí”, reflexiona desde el banco en el que reposa, aún cubierta con un gorro, manga larga y guantes para protegerse de las quemaduras solares.
“Hay gente que se levanta a las dos de la mañana para montarse en un camión y viajan dos o más horas para llegar a una plantación ultraintensiva, hacer un turno de 6 horas consecutivas y luego regresar otras dos horas a su comunidad por la tarde”, explica Melvin Durón, el consultor de desarrollo rural, quien colabora con Vecinos Mundiales-Honduras. “Si la gente está dispuesta a hacer eso es porque en sus comunidades no hay otras opciones”.
En las ciudades, tampoco es fácil. “Tienden a llegar grupos de origen rural que no siempre disponen de capacidades laborales y activos socio-económicos que permitan su integración”, explican desde el Programa Mundial de Alimentos. A la complicada inserción en el mundo laboral, se une la sobreconcentración de la población: las oportunidades de empleo bajan y aumenta la migración internacional ."Las capitales centroamericanas están muy llenas; y la gente ya no migra (del campo) a la ciudades, sino a otros países. Las condiciones adversas de la sequía hacen que una parte importante de esa ola migratoria (hacia Estados Unidos) tenga que ver con el fenómeno del cambio climático", advirtió recientemente el coordinador de cambio climático para Latinoamérica de ONU Medio Ambiente, Gustavo Máñez.
La hija de Paulina decidió pagar a un coyote para migrar a EEUU hace dos años. “Cuando cerraron la maquila y no nos daba la cosecha en invierno, ella dijo ‘me voy a ir. Esta casa no la hacemos si no salgo yo de acá”, recuerda la madre, quien se ha quedado en Honduras al cuidado de sus dos nietos. Otro de los motivos que influyeron en la decisión es esa misma vivienda de adobe y suelo de arena que se eleva a sus espaldas. Esa casa que lleva cuatro años sin ser casa.
Las marcas de su vivienda evidencian los destrozos de los eventos climáticos extremos que azotan el sur de Honduras. Una línea oscura dibujada en su fachada exterior, ubicada a un metro del suelo, señala hasta dónde pueden llegar las inundaciones cuando al invierno se le antoja llover en exceso. “Se mete el agua hasta acá arriba”, dice apuntando con su dedo índice. Las grietas se multiplican por las paredes del interior de su vivienda.
En octubre de 2016, las fuertes precipitaciones registradas en esta área dejaron casas destruidas, comunidades incomunicadas, muros colapsados y deslizamientos de tierra, informaban entonces los medios locales. Paulina recuerda el estruendo: “Pasó un temblor y estaba lloviendo. Y se oyó que tronó la casa. Estábamos dentro y yo salí con los niños corriendo”. Una zona de la pared de su vivienda no aguantó las incesantes precipitaciones y el ligero temblor de la tierra. La mujer rememora cada palabra de uno de esos días que su hija fue amontonando en su cabeza hasta decidir salir del país: “Estaba trabajando en ese momento, pero se vino y, cuando se bajó del bus me dijo: Mamá, allá se abrió una pared”.
Desde entonces, la familia intenta pasar el menor tiempo posible en el interior de la vivienda. En un extremo de su terreno, un plástico negro se alza atado a dos árboles secos. Bajo su sombra hay varias hamacas, un colchón y una cocina portátil. “Me vine para allá, en invierno dormimos allá. Como la casa está abierta, ya le tengo miedo”, dice señalando una suerte de tienda de campaña de emergencia creada con sus propias manos.
Su hija estará fuera hasta conseguir el dinero suficiente para construir una nueva vivienda. Tras dos años separada de ella, aún no se ve rastro de ese hogar futuro. Por el momento, las remesas, más allá de servir para comprar parte de la comida, han sido empleadas para construir un muro de piedra que rodea su vivienda junto a la garganta del río por la que solía transcurrir el agua en épocas de inundaciones, que en ese momento (abril de 2018) permanece seca.
Antes de marchar se hicieron una promesa mutua.
- Por la casa y ese muro. Por eso me voy, me dijo. Si dios quiere y no me pasa nada en el camino, volveré cuando esté la casita. Y si yo muero en el camino, me dice, los niños son suyos. Tiene que criarlos.
Miles de jornaleros de distintas zonas del país llegan cada diciembre a las altas montañas de las regiones cafetaleras hondureñas de La Paz, Comayaguas o El Paraíso, para ganarse uno de los pocos ingresos que desde hace años pueden asegurarse los pequeños campesinos del Corredor Seco. Es la temporada de la corta del café.
El esposo de Ana Francisca Ochoa es uno de ellos. Durante las semanas que se encuentra fuera de casa recolectando el café de grandes explotaciones, envía una parte del dinero a su esposa para comprar el material escolar de los niños y los alimentos básicos, en un momento en el que apenas ya quedan reservas de las últimas -y escasas- cosechas.
“La producción de café es la última, la que permite a los agricultores salvar el ciclo si las anteriores han fallado por causa del clima”, describe el responsable de Acción Humanitaria de Ayuda en Acción. Los jornaleros, que suelen migrar de forma temporal a estas regiones, se enfrentan a duras jornadas de trabajo, bajos sueldos y a vivir durante meses en precarias condiciones, pero las ganancias obtenidas durante la temporada suponen una inyección de tranquilidad para las familias más afectadas por la sequía en el Corredor Seco, que subsisten con uno o dos dólares de media al día (aunque la mitad de ellas no alcanzan los 0,70 céntimos diarios), según un reciente estudio de la ONG. “Los mayores picos de desnutrición se dan cuando se combinan la sequía con alguna crisis del café, ligada a los bajos precios o a las plagas”, apunta Zurita.
Mientras la producción de los grandes latifundios resisten en la región cafetalera de La Paz, los pequeños agricultores dan cuenta de los problemas que enfrentan desde hace años. Más allá de los bajos precios del mercado, la roya está haciendo mucho daño a sus cosechas. Según varios expertos consultados, el impacto de esta plaga tiene que ver con el descenso de las lluvias.
“Al bajar, suben las temperaturas promedio o las horas de radiación solar aumentan y también esto tiene un impacto en el desarrollo y en la resistencia de enfermedades en los cultivos”, explica Durón. “Por principio básico sabemos que si un individuo está sometido a un estrés, ya sea hídrico o de falta de nutrientes, su vulnerabilidad a ser propenso al ataque de plagas y enfermedades es mucho mayor”, ejemplifica.
Menudo, moreno de camiseta negra y pocas palabras, Eugenio trabaja en la producción de café desde los 16 años. El joven mide los efectos de los cambios en el clima de la zona a través de las horas dedicadas a la corta del café. “Antes se cortaba el café hasta muy tarde. Trabajabas hasta las 12 de la noche. Hoy solo nos quedamos un día hasta las 10. Ha bajado bastante”, calcula.
Eugenio mide los efectos de los cambios en el clima de la zona a través de las horas dedicadas a la corta del café. “Antes se cortaba el café hasta muy tarde. Aquí ahora se está desde las siete o seis de la mañana hasta dos de la tarde. Antes no, cuanto más café había más se animaba a cortar, llegaba más temprano, hacía más. Lo dejabas para el siguiente día, trabajabas hasta las 12 de la noche. Hoy solo nos quedamos un día hasta las 10. Bajó bastante”, calcula.
“Cuando uno conoce y trabaja en esto, se ve lo que baja o sube. Falta de lluvias y el ambiente. Es todo diferente. Antes aquí a esta hora se sentía más fresquito todavía”, describe Eugenio, sentado frente a la procesadora en la que trabaja, pero no por mucho tiempo.
Acababa de ser padre cuando depositó toda su confianza en una parcela en la que sembró 2.000 plantas de café. Dedicó buena parte de sus ahorros a este proyecto. Sus planes pasaban por sacar ganancias de la nueva plantación, suficientes para construir su propia casa. “En tiempo de lluvia mantenía el café bien bonito. Cuando dejó de llover... lo perdí”, lamenta el joven de 22 años.
Su frustración le empujó a tomar la decisión que rondaba por su cabeza desde hacía años. Se iría a EEUU. “Uno pierde el ánimo a las cosas. Cuando está bien el tiempo, me siento bien, porque veo cómo crecen las plantas. Ahora tenemos que estar jalándole el agua para que crezca, hay que tener más recursos para que salga adelante… Mi café se echó a perder por la lluvia y la roya”, reflexiona el chaval.
Esperó al día 12 de diciembre de 2018, el día posterior al primer cumpleaños de su hijo, para despedirse de su familia y empezar su viaje a EEUU. Una vez dejó atrás Guatemala, atravesó la mitad de México hasta alcanzar San Luis Potosí, estado situado en el centro-norte del país latinoamericano. Fue allí donde la policía migratoria lo atrapó. Tras un mes detenido, Eugenio fue devuelto a la casilla de salida. “Hice el sacrificio de recorrer todo el camino y, cuando ya estaba a punto de alcanzar mi destino, me agarran. Eso me tocó el corazón”, reflexiona con rabia. “Así es como se me metió el sueño en la cabeza, no es tanto el sueño americano, sino simplemente conseguir mis propias cosas”.
Durante el trayecto ha sido víctima de asaltos, ha sido testigo de los abusos sufridos por muchas mujeres, ha tenido miedo. Cuando puso sus pies, abarrotados de ampollas y heridas, en Honduras sintió alivio, se confiesa. Estaba en casa: “Uno se siente tranquilo en su país después de la incertidumbre del camino”. Pero ese “sueño”, como él lo llama, ya se le ha enquistado en la cabeza y retroceder no es fácil. Como es habitual, la contratación clandestina de un coyote [traficante] suele incluir tres intentos. Solo restan unas semanas para la segunda oportunidad.
Mientras, Eugenio continúa trabajando para ahorrar el máximo dinero posible de cara a su proyecto migratorio, como colchón para su familia en caso de una segunda devolución. Los ratos en los que su mente no proyecta esa supuesta vida futura en Estados Unidos, su cabeza se traslada a su finca, a esos 2.000 hoyos sembrados con la “mejor” variedad del café, que acabaron secos y carcomidos por la roya.
Se pregunta qué hubiese pasado si la lluvia hubiese llegado cuando debía. “De haber tenido esa finca no hubiera hecho el intento de migrar. Quizá ya tuviera mi casa, porque uno empieza con poco y puede terminar con bastante”.