Abrir la puerta y poner un pie sobre los azulejos verdes y blancos de la casa de Bilma es tropezar con los muchos recuerdos expuestos en sus paredes. La fiesta de los 15 de la hija pequeña, la graduación de la mayor o los primeros días de sus niños, cuando su “esposo”, a quien ya no sabe si llamar o no llamar “esposo”, aún formaba parte de su hogar. La imagen del matrimonio continúa colgada, pero hace “ya diítas”, o más bien años, que cortaron su comunicación.
Las paredes amarillas de Digna están cubiertas por decenas de momentos no vividos por el padre de sus hijos. Hace más de una década, su marido también migró tras la devastación dejada por el Huracán Mitch. La mujer hondureña describe con energía las fotografías que quiere ver cada día en su salón. La de “la persona esa”, su expareja, está guardada.
Tanto Digna como Bilma acordaron junto a sus maridos un proyecto común ante el deterioro económico de la zona: ellos serían quienes migrarían a EEUU, una decisión tomada por muchos hogares de la región, aunque no existen cifras oficiales. Han pasado cerca de 15 años desde que sus parejas viajasen a norteamérica para encontrar una salida a la crisis desatada en Honduras tras el paso del Huracán Mitch. Ambas experiencias evidencian otro lado de la migración: el debilitamiento del vínculo matrimonial, un cambio de roles de género no siempre bien aceptado en las comunidades, el aumento de la carga en los cuidados y, en algunos casos, la ruptura de familias derivada de la distancia.
La casa de Digna mantiene la línea de las de sus vecinas, pues la mayoría son obra de la cooperación internacional. Fueron construidas a partir de 1999, tras la destrucción dejada por el Huracán Mitch, uno de los ciclones tropicales más mortíferos de la historia. Solo en Honduras, la fuerte tormenta acabó con la vida de al menos 5.600 personas. Cuando el tifón tocó el país centroamericano, sobre Choluteca cayeron cerca 460 mililitros de precipitaciones en un solo día, el Río del mismo nombre se desbordó y alcanzó hasta seis veces su ancho tradicional.
Bilma es una de las supervivientes del ciclón. El huracán arrasó la aldea donde vivía. Recuerda los tres días y dos noches que, embarazada de su hija mayor, permaneció atrapada en un autobús humanitario para refugiarse de las inundaciones. Una vez rescatada, fue trasladada junto a su esposo a un campamento de emergencia para personas desplazadas, donde pasó once meses. “El Mitch trajo muchas cosas malas, pero al menos por el Mitch tengo esta casa”, confiesa la mujer, sentada en un sofá verde que corona el patio de su casa. Bilma no tuvo esa posibilidad, y se vio forzada a mudarse a la casa de su hermano: “Lo poco que teníamos, todito lo llevó”.
El Mitch destruyó el 70% de los cultivos del país, generando una profunda crisis económica. Muchos hombres de las zonas rurales, como los maridos de Digna y Bilma, trabajaban en las grandes fincas de caña de azúcar que se extendían en la región. “Tuvimos inundaciones grandísimas. Mi esposo trabajaba en un ingenio azucarero, que fue muy afectado. Ante la menor producción, hubo rebaja de personal y cayó él”, describe la primera para explicar los motivos que empujaron a migrar a su marido hace más de una década.
En el interior de su hogar, Digna toma un álbum de fotografías de una estantería. Sentada en un sofá marrón, comenta las anécdotas ligadas a algunas de esas imágenes. Se detiene en una de ellas: sobre las ramas de un pequeño árbol, un mango casi recién plantado, tres niños posan junto a un hombre. Es la última instantánea de su marido antes de marcharse.
“El siguiente día él iba de viaje para los Estados Unidos”, salta la mujer dando golpecitos en el retrato. “Él no miró esta foto porque se quedó en un rollo que revelé después. Así me dejó a Brian, bien chiquito. Él que tiene ya 16 años; la niña, 19. Y este es él”.
“Es ahí cuando él, al ver que no había trabajo, que no había nada, tomó la decisión de partir a EEUU”, continúa Digna. Sus planes, insisten ambas, eran conjuntos. La migración de sus maridos tuvo lugar como una decisión acordada: Las niñas eran muy pequeñas y el Mitch nos dejó sin nada. No se hallaba un empleo. Las tierritas en las que él trabajaba las partió el huracán… No se hallaba nada”, rememora Bilma.
Aunque la proporción entre hombres y mujeres que deciden migrar desde Centroamérica se reparte de manera igualitaria, en el caso de las migraciones relacionadas con el deterioro paulatino de los medios de subsistencia a mediano y largo plazo “son tradicionalmente los hombres los que migran y las mujeres quienes quedan al cuidado del hogar y la familia”, especialmente cuando su destino es EEUU, según sostiene el estudio ‘Migraciones climáticas en el Corredor Seco centroamericano: integrando la versión de género’, coordinado por la ONG InspirAction.
En contextos donde los impactos del cambio climático fuerzan a las personas a huir, “las mujeres, y especialmente aquellas en situación de pobreza y exclusión, son quienes tienen más probabilidades de verse ‘atrapadas’ por las circunstancias”, describen desde Ecodes.
Cuando tomaron la decisión, Bilma y Digna pensaban que quedarse era lo mejor para la familia, la única oportunidad para seguir adelante tras ver su vida hecha añicos. Ambas reconocen el efecto positivo ligado a las remesas: su viaje a EEUU le permitió a Bilma comprar una casa y pagar los estudios de sus hijas. A Digna le ayudó a sacar a sus hijos adelante, pero en estos años han echado la vista hacia atrás en más de una ocasión, y no todo ha resultado ser positivo para quienes se quedaron en casa.
“¿Para qué?”, se pregunta Digna sin evitar romper a llorar en más de una ocasión. Con el paso del tiempo, la distancia física contagió a las emociones. Los primeros años se preguntaba una y otra vez si había merecido la pena, y ahora ya ha encontrado la respuesta. “Supuestamente lo decidimos por el bien de la familia y al final… es mentira. Esa familia ya no existe. Ya nada es igual. Nada. Mis hijos estuvieron en el Kinder (parbulario), no tuvieron una figura paterna en la escuela, nada. Ahora mi hija en la universidad, nada. Todo ha sido con puro amor hacia mis hijos. Porque el papá ha estado ausente”, cuenta la mujer bajo la sombra de un gran árbol, el mismo que acababa de ser plantado cuando su esposo se fue, sobre el que posaba con sus hijos poco antes de la despedida.
Una década después, el mango está inmenso, pero la comunicación con quien fue su esposo apenas existe. Ya solo habla con sus hijas.
Ante la ausencia de sus parejas, las mujeres que se quedan atrás deben asumir “un rol de mayor autoridad con sus hijos”, generando un giro en los papeles tradicionales a veces “difíciles de aceptar por parte de los otros integrantes de la familia o la sociedad”, detalla el estudio de InspirAction. “Las que se quedan, a menudo se enfrentan a una mayor discriminación por formar parte de un hogar encabezado por una mujer y no por un hombre”, apunta la investigación ‘Perspectiva de género en las migraciones climáticas’ de Ecodes, Entreculturas y Ayuda en Acción.
“No es lo mismo. Ha sido difícil ganarse el respeto de los hijos sin el papá”, reflexiona Bilma. “Estaba acostumbrada a pensar junto a otra personas y, de repente, me quedo como madre soltera, haciendo el papel de mamá y de papá. Es difícil en todos los sentidos. Todo es un gasto y todo es un quebradero de cabeza, pero ahí vamos”, apunta Digna.
Esta última sentía una especie de vergüenza que la llevó a aislarse durante un tiempo. El enfriamiento de su matrimonio tras la migración de su esposo se fue produciendo poco a poco, hasta chocarse de bruces con la realidad, hasta asumir que su marido ya no era tal porque llevaba años sin estar. Hasta darse cuenta de algo que ya sabía, pero esquivaba confirmar: “No iba a volver”.
Esa situación la empujó a una depresión para la que requirió ayuda psicológica. No le culpa a él, sino a ambos. “Sufrimos mis hijos y yo, quienes nos quedamos. Hemos salido afectadas totalmente. Estábamos acostumbradas a una vida con él. A que mis hijos tengan amor de padre… Y, de repente, ya no está, porque se fue por un futuro mejor, porque no teníamos dónde vivir…”, dice Digna. Recuerda las pesadillas de su hija en los meses posteriores al viaje de su padre. La niña se despertaba llorando durante la noche y su rendimiento escolar cayó durante un tiempo.
Bilma empieza a trabajar a las tres y media de la madrugada. “A esa hora ya estoy moliendo maíz para venderlo”, dice la mujer. Las remesas enviadas por el padre de sus hijos no son suficientes para sacarlos adelante, pero sí “ayudan”. “Ahorita él le está ayudando a ella. Si él estuviera acá no las ayudaría, ellas no estudiarían, porque aquí no hay trabajo para pagar los estudios de los niños. Si estuviera acá, no tendríamos esta casa”, dice sentada en su salón. “Ya no es lo mismo… Ya uno ya… Pero, al mismo tiempo, uno tiene que aguantarse, reflexionar y decir: ya estuvo”.
Algunos estudios, recogidos por el informe de InspirAction, revelan que, cuando es el padre quien migra, “generalmente forman nuevas uniones sentimentales en el país receptor, disminuyen o paran de enviar remesas, algo que las madres migrantes bajo las mismas circunstancias casi nunca dejan de hacer”.
El padre de las hijas de Digna también continúa enviando las remesas para las niñas, 4.000 lempiras al mes (146,69 euros). “Ya no como antes, pero ayuda”, apunta la mujer. Se queja de que, si bien antes enviaba la mensualidad de manera puntual, las cantidades disminuyeron al ritmo que ha decaído el contacto. Son los niños quienes, dice, muchas veces deben “andar recordándole” el envío del dinero.
Digna enumera uno tras otro los motivos que le empujan a tenerlo tan claro. Si volviese al pasado, si pudiese regresar al mismo instante en el que mantuvo la conversación que concluyó en la migración de su marido, cambiaría su posición. “Si eso se repitiera yo no le dejaría ir”, zanja la mujer en el patio trasero de su hogar.
“He salido adelante porque son etapas de la vida que se van cruzando. Al principio para mí todo fue difícil. Todo, todo, todo. Pero lo he superado”, reconoce Digna. Hace unos años comenzó a recibir apoyo psicológico y a acudir a los talleres del Centro de Desarrollo Humano (CDH), rompiendo poco a poco su aislamiento, para asumir la familia con la que contaba a día de hoy. Le ayudó conocer a otras mujeres en situaciones similares.
“Nos hicimos amigas, hicimos un curso de repostería y ahora cocinamos y vendemos pasteles. También luchamos por formar un salón de belleza, y de eso va saliendo adelante: ya no se muere una de hambre”, indica con orgullo mientras señala hacia una fotografía en donde aparece acompañada junto a otras tres mujeres. La foto de sus compañeras ocupa ahora un lugar destacado en su pared amarilla.