En las laderas de las montañas que dibujan el departamento de Choluteca (Honduras), no es difícil identificar el rastro de las divisas. Entre las pequeñas casas de adobe repartidas por la empobrecida zona, irrumpen otro tipo de viviendas, más grandes, con más detalles, construidas a base de resistentes ladrillos y brillantes azulejos. Esos hogares, cargados de pomposidades, suelen esconder ausencias.
Las de quienes hace años decidieron abandonar sus hogares rumbo a Estados Unidos y quisieron adornar con su éxito la vivienda de la familia que dejaron atrás. Dicen de Choluteca que se cuentan por decenas las aldeas donde viven una mayoría de mujeres, porque hace años sus maridos partieron hacia el norte tras el paso del Huracán Mitch. Pero en el sur de Honduras cada vez es más habitual encontrar hogares donde son ellas quienes migran con destino a España.
Detrás de cada reciente decisión no se encuentra un gran desastre natural que permanezca en la memoria, sino un ovillo de razones nada fácil de desenredar. Uno de sus hilos, oculto en esa madeja de pobreza, suele repetirse con frecuencia: en esta zona, hace años que dejó de llover como antes llovía, y dejó de hacerlo cuando antes lo hacía.
En las laderas de las montañas que dibujan el departamento de Choluteca (Honduras), no es difícil identificar el rastro de las divisas. Entre las pequeñas casas de adobe repartidas por la empobrecida zona, irrumpen otro tipo de viviendas, más grandes, con más detalles, construidas a base de resistentes ladrillos y brillantes azulejos. Esos hogares, cargados de pomposidades, suelen esconder ausencias.
Las de quienes hace años decidieron abandonar sus hogares rumbo a Estados Unidos y quisieron adornar con su éxito la vivienda de la familia que dejaron atrás. Dicen de Choluteca que se cuentan por decenas las aldeas donde viven una mayoría de mujeres, porque hace años sus maridos partieron hacia el norte tras el paso del Huracán Mitch. Pero en el sur de Honduras cada vez es más habitual encontrar hogares donde son ellas quienes migran con destino a España.
Detrás de cada reciente decisión no se encuentra un gran desastre natural que permanezca en la memoria, sino un ovillo de razones nada fácil de desenredar. Uno de sus hilos, oculto en esa madeja de pobreza, suele repetirse con frecuencia: en esta zona, hace años que dejó de llover como antes llovía, y dejó de hacerlo cuando antes lo hacía.
En la de vivienda de Darwin aún no se ve nada de rimbombancia, pero sí de ausencia.
Su humilde hogar se erige en lo alto de una pequeña pero empinada pendiente rodeada de matorrales secos. Escrito con letras infantiles, un cartel artesanal señala hacia esa misma dirección la existencia de la única papelería ubicada en la aldea.
En su interior, Patricia y Ana observan los dibujos animados, mientras su padre pone orden entre los bolígrafos y cuadernos repartidos entre las estanterías del negocio. La más pequeña se percata de un acento diferente al suyo y retira la vista del televisor.
— ¿Eres de España? — Sí — Mi mamá vive en España.
Sus ojos, como suele pasar desde hace unos meses entre los miembros de esta familia, empiezan a humedecerse, pero corren a ocultarse. Ana (nombre ficticio) devuelve la mirada hacia Bob Esponja.
En la de vivienda de Darwin aún no aparece vestigio de rimbombancia, pero sí de ausencia.
Su humilde hogar se erige en lo alto de una pequeña pero empinada pendiente rodeada de matorrales secos. Escrito con letras infantiles, un cartel artesanal señala hacia esa misma dirección la existencia de la única papelería ubicada en la aldea.
En su interior, Patricia y Ana observan los dibujos animados, mientras su padre pone orden entre los bolígrafos y cuadernos repartidos entre las estanterías del negocio. La más pequeña se percata de un acento diferente al suyo y retira la vista del televisor.
— ¿Eres de España? — Sí — Mi mamá vive en España.
Sus ojos, como suele pasar desde hace unos meses entre los miembros de esta familia, empiezan a humedecerse, pero corren a ocultarse. Ana (nombre ficticio) devuelve la mirada hacia Bob Esponja.
En el barrio madrileño de Fuencarral, Olga (nombre ficticio) intenta recordar cada día las razones por las que está donde no quiere estar. Cada despertar a 8.200 kilómetros de distancia de sus hijas; cada jornada laboral sin apenas descanso, cada “todo está bien” vacío que esconde un “todo está mal”, la mujer hondureña repasa los motivos por los que decidió migrar a España. Primero ve a sus niñas, a su esposo, a su padres. Piensa en la dificultad de encontrar trabajo, la pérdida de la cosecha, la necesidad de rebajar el número de comidas diarias.
De ese ovillo de razones, Olga desenmaraña una realidad a la que responsabiliza de la situación económica familiar que le empujó a dejar su país. En su departamento, Choluteca (Honduras), parte del Corredor Seco, “ya no llueve como tiene que llover”.
“Sembrábamos maíz, arroz, frijol y verduras, elotes… es lo que más se pega en la zona sur. Todo eso lo perdimos. Había una sequedad... que no pudimos sacar nada”, detalla la mujer hondureña, sentada en el mismo sofá beige donde ha pasado las últimas noches, en el apartamento de una compatriota. “Perdimos la cosecha el año en que yo me vine. Sembramos una primera cosecha y se nos perdió todo. Fue en vano la siembra”, recuerda para explicar sus últimos meses en Honduras.
Sus cultivos no conformaban su fuente de empleo, estaban dedicados al autoconsumo, pero les servían como colchón, las materias primas a las que aferrarse cuando los ingresos no llegaban para todo. En su casa no entraba un salario fijo desde que regresaron a su pueblo natal, después de haber emigrado a la segunda ciudad del país, San Pedro Sula, donde vivieron durante años. Regresaron ante el aumento de la peligrosidad, cuando las amenazas de las pandillas alcanzaron a su familia.
En el barrio madrileño de Fuencarral, Olga (nombre ficticio) intenta recordar cada día las razones por las que está donde no quiere estar. Cada despertar a 8.200 kilómetros de distancia de sus hijas; cada jornada laboral sin apenas descanso, cada “todo está bien” vacío que esconde un “todo está mal”, la mujer hondureña repasa los motivos por los que decidió migrar a España. Primero ve a sus niñas, a su esposo, a su padres. Piensa en la dificultad de encontrar trabajo, la pérdida de la cosecha, la necesidad de rebajar el número de comidas diarias.
De ese ovillo de razones, Olga desenmaraña una realidad a la que responsabiliza de la situación económica familiar que le empujó a dejar su país. En su departamento, Choluteca (Honduras), parte del Corredor Seco, “ya no llueve como tiene que llover”.
“Sembrábamos maíz, arroz, frijol y verduras, elotes… es lo que más se pega en la zona sur. Todo eso lo perdimos. Había una sequedad... que no pudimos sacar nada”, detalla la mujer hondureña, sentada en el mismo sofá beige donde ha pasado las últimas noches, en el apartamento de una compatriota. “Perdimos la cosecha el año en que yo me vine. Sembramos una primera cosecha y se nos perdió todo. Fue en vano la siembra”, recuerda para explicar sus últimos meses en Honduras.
Sus cultivos no conformaban su fuente de empleo, estaban dedicados al autoconsumo, pero les servían como colchón, las materias primas a las que aferrarse cuando los ingresos no llegaban para todo. En su casa no entraba un salario fijo desde que regresaron a su pueblo natal, después de haber emigrado a la segunda ciudad del país, San Pedro Sula, donde vivieron durante años. Regresaron ante el aumento de la peligrosidad, cuando las amenazas de las pandillas alcanzaron a su familia.
“La vuelta fue como empezar de nuevo. Ya con un dinerito ahorrado, con el que hicimos la casa, pero ya no había más para seguir viviendo. Había que empezar a buscar fuentes de empleo”, explica Darwin, su marido, sentado frente al hogar con el que sueña Olga. “En ese tiempo me dediqué a ayudar a mi papá y empecé a trabajar de vendedor ambulante, pero no ha sido un trabajo que me traiga todos los beneficios que uno espera como persona”.
Ni Darwin ni Olga vivían de la agricultura, solo cultivaban para su propio consumo, pero muchos de sus potenciales clientes sí se dedican, o lo intentan, al cultivo de maiz o frijol. La irregularidad de las lluvias afecta a su familia, indica, pues debilita de manera generaliza la economía de la zona.
“La vuelta fue como empezar de nuevo. Ya con un dinerito ahorrado, con el que hicimos la casa, pero ya no había más para seguir viviendo. Había que empezar a buscar fuentes de empleo”, explica Darwin, su marido, sentado frente al hogar con el que sueña Olga. “En ese tiempo me dediqué a ayudar a mi papá y empecé a trabajar de vendedor ambulante, pero no ha sido un trabajo que me traiga todos los beneficios que uno espera como persona”.
Ni Darwin ni Olga vivían de la agricultura, solo cultivaban para su propio consumo, pero muchos de sus potenciales clientes sí se dedican, o lo intentan, al cultivo de maíz o frijol. La irregularidad de las lluvias afecta a su familia, indica, pues debilita de manera generaliza la economía de la zona.
“Aquí, en la zona sur, se vive de la agricultura. Pero la sequía nos está afectando mucho, aunque yo me dedique a otro rubro [oficio], como es el de vendedor. Yo vendía ollas, pero los agricultores que pierden sus siembras de maicillo y frijoles, si no reciben este tipo de ingresos para su familia, ellos no me van a comprar el producto que yo vendo. Eso también nos afecta como vendedores”, reflexiona el hondureño mientras una de sus hijas, la menor, le interrumpe en varias ocasiones para preguntarle el precio de alguno de los productos expuestos en su pequeña papelería. La tienda, creada frente a su salón, es una de las opciones impulsadas por la familia ante la falta de confianza en las precipitaciones: “Uno no puede estar sin hacer nada”.
“Aquí, en la zona sur, se vive de la agricultura. Pero la sequía nos está afectando mucho, aunque yo me dedique a otro rubro [oficio], como es el de vendedor. Yo vendía ollas, pero los agricultores que pierden sus siembras de maicillo y frijoles, si no reciben este tipo de ingresos para su familia, ellos no me van a comprar el producto que yo vendo. Eso también nos afecta como vendedores”, reflexiona el hondureño mientras una de sus hijas, la menor, le interrumpe en varias ocasiones para preguntarle el precio de alguno de los productos expuestos en su pequeña papelería. La tienda, creada frente a su salón, es una de las opciones impulsadas por la familia ante la falta de confianza en las precipitaciones: “Uno no puede estar sin hacer nada”.
Pero la decisión más importante, la principal alternativa a la irregularidad de las lluvias y el desgaste económico, empezó a gestarse meses antes. A su regreso a Choluteca, cada día de esta familia se convertía en una carrera en busca de las lempiras justas para permitirse sentarse a desayunar, comer y cenar.
No era fácil. Las reservas de frijol y maicillo ligadas a siembras anteriores garantizaban unos nutrientes diarios para la familia. Insuficientes, pero fijos. Las provisiones se agotaron, y la falta de lluvias, o la abundancia de estas, arrasaron con los pequeños cultivos en los que depositaron su confianza y parte de sus ahorros. Empezaron a verse forzados a disminuir las raciones.
Pero la decisión más importante, la principal alternativa a la irregularidad de las lluvias y el desgaste económico, empezó a gestarse meses antes. A su regreso a Choluteca, cada día de esta familia se convertía en una carrera en busca de las lempiras justas para permitirse sentarse a desayunar, comer y cenar.
No era fácil. Las reservas de frijol y maicillo ligadas a siembras anteriores garantizaban unos nutrientes diarios para la familia. Insuficientes, pero fijos. Las provisiones se agotaron, y la falta de lluvias, o la abundancia de estas, arrasaron con los pequeños cultivos en los que depositaron su confianza y parte de sus ahorros. Empezaron a verse forzados a disminuir las raciones.
Algo que corría por la mente de Olga desde hace tiempo, un pensamiento que no se atrevía a verbalizar, se transformó en una opción real para el matrimonio. Comentaron con sus hijas la posibilidad de que su madre migrase a España para trabajar, pero la mayor les animó a intentarlo una vez más antes de tomar la decisión. “Al principio la más grande decía que no importaba la situación en la que nos encontrábamos, que siempre había una salida”, recuerda la mujer, ya en España.
Las circunstancias no mejoraban y llegó el momento de llamar a sus hijas a la mesa solo una o dos veces por día; o aquellas jornadas en las que Olga y su marido dejaban de comer para que las niñas pudiesen hacerlo. Volvieron a hablar con sus ellas. “Cuando miraba que la situación era cada día más difícil, nos sentamos a platicar. Vimos que migrar ya era lo mejor, porque había veces que hacíamos uno o dos tiempos para comer”.
Algo que corría por la mente de Olga desde hace tiempo, un pensamiento que no se atrevía a verbalizar, se transformó en una opción real para el matrimonio. Comentaron con sus hijas la posibilidad de que su madre migrase a España para trabajar, pero la mayor les animó a intentarlo una vez más antes de tomar la decisión. “Al principio la más grande decía que no importaba la situación en la que nos encontrábamos, que siempre había una salida”, recuerda la mujer, ya en España.
Después llegó el momento de llamar a sus hijas a la mesa solo una o dos veces por día; o aquellas jornadas en las que Olga y su marido dejaban de comer para que las niñas pudiesen hacerlo. Volvieron a hablar con ellas. “Cuando miraba que la situación era cada día más difícil, nos sentamos a platicar. Vimos que migrar ya era lo mejor, porque había veces que hacíamos uno o dos tiempos para comer”.
Han pasado siete meses desde la toma de aquella decisión que Olga se replantea cada día. Nos encontramos con la mujer hondureña en las inmediaciones de la casa donde trabaja en ese momento en Madrid, un lugar del que pocas veces puede salir. Espera sentada, con la mirada un tanto perdida, en un banco de piedra situado frente a los edificios bajos que caracterizan el barrio de Fuencarral. Empezar a describir su trabajo y falta de tiempo basta para que sus grandes ojos verdes, como los de sus niñas, se empiecen a enrojecer. No es lo que pensaba. Ni se parece.
“Me ha sido muy difícil estar sola. Aquí no es fácil. El empleo cuesta conseguirlo y, cuando llega, se aprovechan de uno, de la necesidad que uno tiene. Se aprovechan mucho”, confiesa Olga moviendo las manos con nerviosismo.
Ha salido a pasear en las contadas horas libres que sus jefas le permiten, a ver la luz del día, respirar, y repetirse que puede aguantar un poco más. Es interna, trabaja 24 horas al día, todos los días de la semana excepto los sábados, cuando puede desconectar solo durante la tarde.
Han pasado siete meses desde la toma de aquella decisión que Olga se replantea cada día. Nos encontramos con la mujer hondureña en las inmediaciones de la casa donde trabaja en ese momento en Madrid, un lugar del que pocas veces puede salir. Espera sentada, con la mirada un tanto perdida, en un banco de piedra situado frente a los edificios bajos que caracterizan el barrio de Fuencarral. Empezar a describir su trabajo y falta de tiempo basta para que sus grandes ojos verdes, como los de sus niñas, se empiecen a enrojecer. No es lo que pensaba. Ni se parece.
“Me ha sido muy difícil estar sola. Aquí no es fácil. El empleo cuesta conseguirlo y, cuando llega, se aprovechan de uno, de la necesidad que uno tiene. Se aprovechan mucho”, confiesa Olga moviendo las manos con nerviosismo.
Ha salido a pasear en las contadas horas libres que sus jefas le permiten, a ver la luz del día, respirar, y repetirse que puede aguantar un poco más. Es interna, trabaja 24 horas al día, todos los días de la semana excepto los sábados, cuando puede desconectar solo durante la tarde.
Su frustración se refleja en sus palabras atropelladas, entrecortadas entre las lágrimas o los intentos de evitarlas. Olga se ha acostumbrado a frenarlas. En cada llamada con sus hijas, con su marido, ella traga. “Para ellos aquí todo tiene que estar bien. Estoy feliz. No quiero preocuparles, no vale de nada”, dice mientras se permite soltar el llanto sostenido durante toda la semana.
Todos los días, vive disponible las 24 horas para dos señoras mayores. 24 horas sin un espacio propio, porque tampoco por la noche puede crearlo. Sus jefas le impiden cerrar la puerta de su cuarto para dormir. “No me dejan. No están enfermas, pero dicen que, como están solo ellas, para qué la voy a cerrar”. La realidad es que quiere hablar con su familia, pero no es fácil: “Siempre decían que qué más daba que estuviera yo aquí sin ver a mis hijas. Que eso a ellas no les importaba. Aprovechaba los ratitos cuando salía para poderlas ver en los vídeos y escuchar los audios que me mandaban, pero hablar con ellas me costaba”.
No le pagan los fines de semana, tampoco le permiten tenerlos libres. Se siente frustrada. Si ella era una mujer que defendía sus derechos, ligada a los movimientos sociales de su comunidad, ruega que alguien le explique cómo ha acabado así: “Tengo las alas cortadas”.
Su frustración se refleja en sus palabras atropelladas, entrecortadas entre las lágrimas o los intentos de evitarlas. Olga se ha acostumbrado a frenarlas. En cada llamada con sus hijas, con su marido, ella traga. “Para ellos aquí todo tiene que estar bien. Estoy feliz. No quiero preocuparles, no vale de nada”, dice mientras se permite soltar el llanto sostenido durante toda la semana.
Todos los días, vive disponible las 24 horas para dos señoras mayores. 24 horas sin un espacio propio, porque tampoco por la noche puede crearlo. Sus jefas le impiden cerrar la puerta de su cuarto para dormir. “No me dejan. No están enfermas, pero dicen que, como están solo ellas, para qué la voy a cerrar”. La realidad es que quiere hablar con su familia, pero no es fácil: “Siempre decían que qué más daba que estuviera yo aquí sin ver a mis hijas. Que eso a ellas no les importaba. Aprovechaba los ratitos cuando salía para poderlas ver en los vídeos y escuchar los audios que me mandaban, pero hablar con ellas me costaba”.
No le pagan los fines de semana, tampoco le permiten tenerlos libres. Se siente frustrada. Si ella era una mujer que defendía sus derechos, ligada a los movimientos sociales de su comunidad, ruega que alguien le explique cómo ha acabado así: “Tengo las alas cortadas”.
En alguno de esos momentos de ahogo ha sentado a sus empleadoras, Olga acumuló fuerzas para defender lo que le dicen que es suyo, después de ponerse en contacto con la organización Servicio Doméstico Activo (SEDOAC). La respuesta es el enfado. Sus jefas insisten en que debería estar agradecida. Que no puede pedir más, que es migrante y no tiene papeles. Que los derechos reclamados no son para ella. “Me decían cosas muy feas. Siempre lo etiquetan a uno y nadie es culpable de venir de un país a otro. Dicen que por ser inmigrante no tenemos derecho a nada. Y siempre me repetían lo mismo”.
Quiere dejar el trabajo, pero no puede. Muchas personas le recuerdan cada día que debe contentarse con lo que tiene, que “al menos es un trabajo”, que la falta de documentación le arrebata el derecho de la queja. Ella se indigna por dentro, solo por dentro. Respira, y vuelve a recordar las razones que le trajeron hasta aquí, pero también las consecuencias de su decisión de migrar: más allá de la necesidad de enviar dinero a su familia, Olga debe devolver el préstamo solicitado para financiar el viaje. Si retornase, la asfixia económica de su hogar se multiplicaría. Estarían peor que cuando decidió marcharse.
— Por eso tengo que aguantar. Yo para ellas estoy feliz.
En alguno de esos momentos de ahogo ha sentado a sus empleadoras, Olga acumuló fuerzas para defender lo que le dicen que es suyo, después de ponerse en contacto con la organización Servicio Doméstico Activo (SEDOAC). La respuesta es el enfado. Sus jefas insisten en que debería estar agradecida. Que no puede pedir más, que es migrante y no tiene papeles. Que los derechos reclamados no son para ella. “Me decían cosas muy feas. Siempre lo etiquetan a uno y nadie es culpable de venir de un país a otro. Dicen que por ser inmigrante no tenemos derecho a nada. Y siempre me repetían lo mismo”.
Quiere dejar el trabajo, pero no puede. Muchas personas le recuerdan cada día que debe contentarse con lo que tiene, que “al menos es un trabajo”, que la falta de documentación le arrebata el derecho de la queja. Ella se indigna por dentro, solo por dentro. Respira, y vuelve a recordar las razones que le trajeron hasta aquí, pero también las consecuencias de su decisión de migrar: más allá de la necesidad de enviar dinero a su familia, Olga debe devolver el préstamo solicitado para financiar el viaje. Si retornase, la asfixia económica de su hogar se multiplicaría. Estarían peor que cuando decidió marcharse.
— Por eso tengo que aguantar. Yo para ellas estoy feliz.
Ana se mueve de un lado a otro con desparpajo y trata de atraer la atención de su padre. Le gusta ser ella quien atiende a los pocos clientes que pasan por la papelería, decir el precio cuando su padre se lo pregunta y entregar el material seleccionado mientras sonríe. La niña, de seis años, se sube en el tronco de un árbol levantado sobre tierra seca.
Cuando le contaron que su madre viajaría a España para trabajar, se mostró comprensiva y apoyó la decisión de sus padres, sin entender del todo su significado. El día a día es diferente. Algunas noches, la pequeña se despierta llorando y pregunta ‘por qué no ha venido mi mamá’. Si habla más de unos segundos con su madre, rompe en lágrimas. “Para ellas es difícil ver cómo pasan los meses y su mamá no regresó. Hablamos con ellas, pero son niñas y no pueden dejar de pensar ‘mi mamá quizá mañana puede venir”, reflexiona su padre.
Ana se mueve de un lado a otro con desparpajo y trata de atraer la atención de su padre. Le gusta ser ella quien atiende a los pocos clientes que pasan por la papelería, decir el precio cuando su padre se lo pregunta y entregar el material seleccionado mientras sonríe. La niña, de seis años, se sube en el tronco de un árbol levantado sobre tierra seca.
Cuando le contaron que su madre viajaría a España para trabajar, se mostró comprensiva y apoyó la decisión de sus padres, sin entender del todo su significado. El día a día es diferente. Algunas noches, la pequeña se despierta llorando y pregunta ‘por qué no ha venido mi mamá’. Si habla más de unos segundos con su madre, rompe en lágrimas. “Para ellas es difícil ver cómo pasan los meses y su mamá no regresó. Hablamos con ellas, pero son niñas y no pueden dejar de pensar ‘mi mamá quizá mañana puede venir”, reflexiona su padre.
La mayor sobrelleva algo mejor la situación. “Siempre me da ánimos, siempre me dice ‘mami, está bien, no te preocupes, trata de estar bien tú allá, sabemos que no es fácil para ambos y un día nos vamos a encontrar los cuatro'”, detalla su madre desde Fuencarral. “Ana (nombre ficticio) es una niña más pequeña y… cuando habla conmigo siempre llora y entonces, para evitar eso, solo me saluda: ‘hola, mami, ¿cómo estás?’ y se va”. Como su madre, la pequeña también trata de evitar las lágrimas, pero la única manera que encuentra es no escuchar su voz durante mucho tiempo.
Patricia, la mayor, trata de arreglarlo. Graba vídeos y audios de la pequeña y se los envía a su madre para que también pueda ver a su hermana. “Es un proceso, aunque hasta que no vuelva no van a estar bien. Ese vacío allí va a estar”, dice Darwin.
La mayor sobrelleva algo mejor la situación. “Siempre me da ánimos, siempre me dice ‘mami, está bien, no te preocupes, trata de estar bien tú allá, sabemos que no es fácil para ambos y un día nos vamos a encontrar los cuatro'”, detalla su madre desde Fuencarral. “Ana (nombre ficticio) es una niña más pequeña y… cuando habla conmigo siempre llora y entonces, para evitar eso, solo me saluda: ‘hola, mami, ¿cómo estás?’ y se va”. Como su madre, la pequeña también trata de evitar las lágrimas, pero la única manera que encuentra es no escuchar su voz durante mucho tiempo.
Patricia, la mayor, trata de arreglarlo. Graba vídeos y audios de la pequeña y se los envía a su madre para que también pueda ver a su hermana. “Es un proceso, aunque hasta que no vuelva no van a estar bien. Ese vacío allí va a estar”, dice Darwin.
Sentado en el sofá de la casa que Olga dejó atrás, Darwin confiesa pensar en ocasiones si fue la mejor decisión, pero “no había alternativa”, se responde a sí mismo. En esta casa de Choluteca se han intercambiado los tradicionales roles de género de la zona. Ella trabaja, lejos de su hogar, y él cuida de sus hijas mientras le van surgiendo algunos trabajillos temporales. “Es una decisión tomada en común. Se fue a Madrid porque es donde hay más fuentes de trabajo para las mujeres como empleadas domésticas”, apunta el hombre, quien añade como otro factor destacado la existencia de menos riesgos en el camino, en comparación con el otro destino migratorio estrella en esta zona: EEUU. “Vimos en España una mejor solución para nuestro problema”.
Pero, como a sus hijas, los meses se le van acumulando, su compañera no vuelve, y lo que era un proyecto en abstracto se ha convertido en realidad. Conversamos con Darwin cuando han pasado cinco meses desde la marcha de Olga. Muchas de sus frases son interrumpidas por el llanto, que también trata de ocultar en vano. “Es complicado, no es fácil. Quedarse uno de papá con dos niñas tan pequeñas como las que tengo... No es fácil. Para ella tampoco está siendo fácil estar lejos de su familia, adaptándose a una nueva cultura, ni para nosotros”, describe el padre.
Su familia le ayuda aquellos días que debe salir de casa para hacer algún recado, pero evita pasar mucho tiempo fuera. Ha detectado la impaciencia de sus hijas en esas ocasiones, los nervios ante la lejana posibilidad de que, como su mamá, su padre se vaya para no volver. “Las niñas están adaptándose a estar sin la mamá, una de las personas fundamentales en la vida de ellas. Que yo salga, les genera estrés. Se sienten solas. Las dejo con mi mamá pero se sienten solas. Están pendientes preguntándole a la abuela: ‘¿mi papá que no viene?'”.
Sentado en el sofá de la casa que Olga dejó atrás, Darwin confiesa pensar en ocasiones si fue la mejor decisión, pero “no había alternativa”, se responde a sí mismo. En esta casa de Choluteca se han intercambiado los tradicionales roles de género de la zona. Ella trabaja, lejos de su hogar, y él cuida de sus hijas mientras le van surgiendo algunos trabajillos temporales. “Es una decisión tomada en común. Se fue a Madrid porque es donde hay más fuentes de trabajo para las mujeres como empleadas domésticas”, apunta el hombre, quien añade como otro factor destacado la existencia de menos riesgos en el camino, en comparación con el otro destino migratorio estrella en esta zona: EEUU. “Vimos en España una mejor solución para nuestro problema”.
Pero, como a sus hijas, los meses se le van acumulando, su compañera no vuelve, y lo que era un proyecto en abstracto se ha convertido en realidad. Conversamos con Darwin cuando han pasado cinco meses desde la marcha de Olga. Muchas de sus frases son interrumpidas por el llanto, que también trata de ocultar en vano. “Es complicado, no es fácil. Quedarse uno de papá con dos niñas tan pequeñas como las que tengo... No es fácil. Para ella tampoco está siendo fácil estar lejos de su familia, adaptándose a una nueva cultura, ni para nosotros”, describe el padre.
Su familia le ayuda aquellos días que debe salir de casa para hacer algún recado, pero evita pasar mucho tiempo fuera. Ha detectado la impaciencia de sus hijas en esas ocasiones, los nervios ante la lejana posibilidad de que, como su mamá, su padre se vaya para no volver. “Las niñas están adaptándose a estar sin la mamá, una de las personas fundamentales en la vida de ellas. Que yo salga, les genera estrés. Se sienten solas. Las dejo con mi mamá pero se sienten solas. Están pendientes preguntándole a la abuela: ‘¿mi papá que no viene?'”.
Según un reciente estudio de la ONG InspirAction, que analiza los impactos de la emergencia climática en las mujeres, las comunidades entrevistadas en Honduras (Región sur de Choluteca, región occidental de Langue y región noroccidental de Marcala) y Nicaragua (Departamentos de Matagalpa-San Ramón- y Madriz -Somoto-) “insisten en un aumento de la migración femenina hacia España como trabajadoras del hogar”.
En 2018, 61.777 inmigrantes de origen centroamericano residían en España. En los últimos tres años, el número de habitantes procedentes de la región latinoamericana ha aumentado un 59%, según los datos del padrón recogidos por el Instituto Nacional de Estadística (INE).
Según un reciente estudio de la ONG InspirAction, que analiza los impactos de la emergencia climática en las mujeres, las comunidades entrevistadas en Honduras (Región sur de Choluteca, región occidental de Langue y región noroccidental de Marcala) y Nicaragua (Departamentos de Matagalpa-San Ramón- y Madriz -Somoto-) “insisten en un aumento de la migración femenina hacia España como trabajadoras del hogar”.
En 2018, 61.777 inmigrantes de origen centroamericano residían en España. En los últimos tres años, el número de habitantes procedentes de la región latinoamericana ha aumentado un 59%, según los datos del padrón recogidos por el Instituto Nacional de Estadística (INE).
El termómetro marca cinco grados en Madrid. Es tres de diciembre y la verja del Samur Social, el servicio municipal que atiende a personas en situaciones imprevistas de exclusión, permanece cerrada. Frente a su puerta, una treintena de personas de origen latinoamericano busca un lugar donde dormir. Todo apunta a que dormirán en la calle o acogidos por las redes vecinales.
La falta de plazas suficientes del Ministerio de Trabajo, Migraciones y Seguridad Social para acoger a todos los solicitantes de asilo que lo requieren ante el aumento de las peticiones en España lleva meses dejando a familias con niños en la calle. Honduras se encuentra entre los tres principales países de origen de quienes han buscado protección internacional en España en 2019. La mayoría asegura huir de la violencia de las pandillas, el mismo peligro que empujó a Olga y Darwin a abandonar la primera ciudad donde migraron antes de regresar a su comunidad de origen y sufrir los estragos de la emergencia climática en el Corredor Seco.
El termómetro marca cinco grados en Madrid. Es tres de diciembre y la verja del Samur Social, el servicio municipal que atiende a personas en situaciones imprevistas de exclusión, permanece cerrada. Frente a su puerta, una treintena de personas de origen latinoamericano busca un lugar donde dormir. Todo apunta a que dormirán en la calle o acogidos por las redes vecinales.
La falta de plazas suficientes del Ministerio de Trabajo, Migraciones y Seguridad Social para acoger a todos los solicitantes de asilo que lo requieren ante el aumento de las peticiones en España lleva meses dejando a familias con niños en la calle. Honduras se encuentra entre los tres principales países de origen de quienes han buscado protección internacional en España en 2019. La mayoría asegura huir de la violencia de las pandillas, el mismo peligro que empujó a Olga y Darwin a abandonar la primera ciudad donde migraron antes de regresar a su comunidad de origen y sufrir los estragos de la emergencia climática en el Corredor Seco.
San Pedro Sula, la segunda ciudad más grande de Honduras, es también la más peligrosa del país. Durante cuatro años consecutivos (de 2011 a 2014) se posicionó como la urbe más violenta del mundo. En 2018, cerca de una persona fue asesinada cada día en el núcleo urbano: 363 habitantes fueron víctimas de la violencia, descendiendo al puesto número 33 en el ranking de las localidades más inseguras del planeta, elaborado por el Consejo Ciudadano para la Seguridad Pública y la Justicia Penal AC.
“Estuve trabajando en una maquila y estuve bajo amenaza de las pandillas. En el módulo donde yo trabajaba nos decían que éramos estatuas. No escuchábamos ni veíamos nada”, señala Olga, sin querer detenerse en ello, cuando describe las causas de su regreso a la zona rural antes de atravesar el Atlántico.
La primera vez que le preguntas, Olga responde que huye por motivos económicos. Pero la palabra “pobreza” vuelve a esconder una suma de eslabones que no serían contemplados como razones de protección en España. Mientras las víctimas de la violencia callejera no son reconocidas como refugiadas en este país, aún no existe ningún instrumento internacional que ampare a quienes migran por motivos climáticos.
San Pedro Sula, la segunda ciudad más grande de Honduras, es también la más peligrosa del país. Durante cuatro años consecutivos (de 2011 a 2014) se posicionó como la urbe más violenta del mundo. En 2018, cerca de una persona fue asesinada cada día en el núcleo urbano: 363 habitantes fueron víctimas de la violencia, descendiendo al puesto número 33 en el ranking de las localidades más inseguras del planeta, elaborado por el Consejo Ciudadano para la Seguridad Pública y la Justicia Penal AC.
“Estuve trabajando en una maquila y estuve bajo amenaza de las pandillas. En el módulo donde yo trabajaba nos decían que éramos estatuas. No escuchábamos ni veíamos nada”, señala Olga, sin querer detenerse en ello, cuando describe las causas de su regreso a la zona rural antes de atravesar el Atlántico.
La primera vez que le preguntas, Olga responde que huye por motivos económicos. Pero la palabra “pobreza” vuelve a esconder una suma de eslabones que no serían contemplados como razones de protección en España. Mientras las víctimas de la violencia callejera no son reconocidas como refugiadas en este país, aún no existe ningún instrumento internacional que ampare a quienes migran por motivos climáticos.
Ha pasado casi un año desde la llegada de Olga a España. Su primer trabajo acabó en despido. Sus jefas no aceptaron que reclamase sus derechos. "Tuve la imprudencia de preguntarles si me iban a dar la media paga en el mes de junio, como habíamos pactado en un inicio", señala con resignación. “Volvimos otra vez a lo mismo. Empezaron a decirme que era una inmigrante que no tenía papeles y que no anduviese por las calles exigiendo algo que no me correspondía”. La hondureña esta vez no se amilanó y luchó por lo que ya sabía que debería ser suyo.
Volvía a sentir crecer aquellas alas que veía cortadas en sus primeros meses en España. Las mismas, aunque aún debilitadas, con las que se organizaba con los vecinos de su comunidad para exigir políticas sociales gubernamentales en Honduras. “Les dije que por ley me correspondía: que con papeles o sin papeles hacía el mismo trabajo que cualquier persona”.
Una mañana sus empleadoras le encargaron comprar comida para el gato. “Cuando regresé me dijeron que arreglara las cosas que estaba despedida. Me fui a un parque porque no tenía adonde ir”.
Ha pasado casi un año desde la llegada de Olga a España. Su primer trabajo acabó en despido. Sus jefas no aceptaron que reclamase sus derechos. "Tuve la imprudencia de preguntarles si me iban a dar la media paga en el mes de junio, como habíamos pactado en un inicio", señala con resignación. “Volvimos otra vez a lo mismo. Empezaron a decirme que era una inmigrante que no tenía papeles y que no anduviese por las calles exigiendo algo que no me correspondía”. La hondureña esta vez no se amilanó y luchó por lo que ya sabía que debería ser suyo.
Volvía a sentir crecer aquellas alas que veía cortadas en sus primeros meses en España. Las mismas, aunque aún debilitadas, con las que se organizaba con los vecinos de su comunidad para exigir políticas sociales gubernamentales en Honduras. “Les dije que por ley me correspondía: que con papeles o sin papeles hacía el mismo trabajo que cualquier persona”.
Una mañana sus empleadoras le encargaron comprar comida para el gato. “Cuando regresé me dijeron que arreglara las cosas que estaba despedida. Me fui a un parque porque no tenía adonde ir”.
Tras una temporada sin empleo, apoyada por una amiga hondureña, Olga ha conseguido una nueva oportunidad en el norte de España. Deja Madrid, está ilusionada, pero no quiere estarlo. Sus anteriores empleadoras le habían transmitido buenas sensaciones, se repite, mientras prepara en la cocina una tanda de las tradicionales baleadas de su país. El autobús sale a la mañana siguiente. Quiere despedirse a su manera.
Cinco meses después, responde a nuestros mensajes como acostumbra. Todo está "bien", dice en una primera respuesta.
- ¿Mejor que en la otra casa? - Mejor... Un poquito mejor.
Tras una temporada sin empleo, apoyada por una amiga hondureña, Olga ha conseguido una nueva oportunidad en el norte de España. Deja Madrid, está ilusionada, pero no quiere estarlo. Sus anteriores empleadoras le habían transmitido buenas sensaciones, se repite, mientras prepara en la cocina una tanda de las tradicionales baleadas de su país. El autobús sale a la mañana siguiente. Quiere despedirse a su manera.
Cinco meses después, responde a nuestros mensajes como acostumbra. Todo está "bien", dice en una primera respuesta.
- ¿Mejor que en la otra casa? - Mejor... Un poquito mejor.